
El 23 de agosto es el Día Conmemorativo de las Víctimas del Nazismo y del Stanilismo, fecha que fue consagrada por el Parlamento Europeo en sus esfuerzos permanentes por fortalecer sus democracias. En Buenos Aires, por iniciativa de los legisladores porteños, la recordada Cecilia de la Torre y el diputado Francisco Quintana contamos con la ley que, inspirada en la norma europea, estipula que este es el Día de Recuerdo de las Victimas del Totalitarismo.
Seguramente la diferencia en el nombre adoptado aquí respecto del elegido por el Parlamento Europeo lo podemos deducir de la explicación que brinda Gabriel Salvia, director de la Fundación CADAL, en su prólogo del libro Milada Horakova, de Ricardo López Göttig, quien recupera y homenajea la vida y lucha de la defensora de derechos humanos: “Quienes argumentaron en contra de esta iniciativa se opusieron a equiparar el nacionalsocialismo con el comunismo al momento de la votación en la Legislatura Porteña”.
Ceguera de los fanáticos, que impide ver lo obvio. La historia de Horakova y de cientos de miles como ella los desmienten rotundamente. Fueron por sus luchas en defensa de las libertades las que los convirtieron en víctimas de los mismos procedimientos crueles con los que los combatieron ambos regímenes. La historia de la represión, persecución y muerte comunista está sobradamente documentada.
No se puede hacer política sin conocer la historia, me decía días atrás en una entrevista Emilio Perina, quien lamentaba la ignorancia de muchos de los que asumen lugares de liderazgo en nuestro país y no solo en las estructuras del Estado. El conocimiento profundo, con el aporte de nuevas y continuas investigaciones, nos deben permitir tomar conciencia sobre los sucesos del pasado, sus causas y sus consecuencias.
Recordar a las victimas implica una clara toma de posición contra las violaciones de derechos humanos sin miramientos, pues ello, los derechos humanos, no tienen ideología y jamás son propiedad de un gobierno para que decida caprichosamente cuando respetarlos o no.
Un altísimo costo ha pagado la humanidad por los crímenes del nazismo y el comunismo. La persecución, la exclusión, la discriminación, la censura, el miedo, la privación de la libertad la tortura y la muerte fueron sus armas. Han sido justificadas y tomadas como virtudes en nombre de las cuales se constituyeron. El odio, desprecio y la violencia emanada del resentimiento es fundacional en ellos y aún es aplaudido por muchos en el presente.
Será un error pensar este día de recuerdo en perspectiva de pasado. Las amenazas diarias a nuestra democracia nos exigen un compromiso permanente. La persecución a la prensa, a la independencia de la justica, el desprecio a las diferentes opiniones, los alineamientos y fascinación con regímenes autoritarios y sostenedores del terrorismo, la permanente vulneración de la constitución y la mentira como fuerza central en el discurso son alarmas sonando entre nosotros que debemos escuchar.
No se trata solo de recordar a la víctima de los totalitarismos, sino también de honrarlas. Y ello se hace con la decisión de defender la libertad a ultranza en cada acto de nuestras vidas.
Marshall Mayer, reconocido rabino e indiscutible defensor de los derechos humanos enseñó: “Estamos acá por un instante frente a la eternidad, entre dos eternidades. ¿Dónde estuvimos hace cien años? ¿Dónde estaremos en cien años más? Este murmullo entre dos eternidades es nuestra vida. Tenemos la posibilidad de convertirla en una sinfonía, en un baile de regocijo o en una cacofonía estridente. En un llanto total o una tragedia. Debemos rescatar los instantes de plenitud, sino vivirás dormido”.
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