Acuerdos sin espadas son solo palabras, escribió el filósofo inglés Thomas Hobbes, hijo de las guerras civiles en la Inglaterra del siglo XVII. Tres siglos después, otros terrores vencieron a las espadas. ¿Y acaso no son palabras las normativas que consagran los derechos universales, nacidos tras los horrores del nazismo? Sin usar las armas, con solo palabras, obligan a los Estados a proteger a los ciudadanos de las opresiones, los abusos y la crueldad. Una filosofía jurídica nacida 75 años atrás a la que adhirieron la mayoría de las constituciones democráticas, incluida la nuestra.
A juzgar por la militarización de las calles y la protesta como poder de extorsión política, no podemos salir de la falsa disyuntiva del ‘dejar hacer’ o ‘reprimir’
Fue también el recuerdo del terror el que impulso a los constituyentes del 94 a incorporar en la Constitución reformada una decena de tratados internacionales de derechos humanos. Una forma, también, de decirle al mundo que la Argentina se comprometía con el sistema democrático. Sin embargo, se postergó el debate en relación al papel del Estado como garante y armonizador de esos derechos para responder a los desafíos de la nueva filosofía jurídica. ¿ Qué instrumentos tiene el Estado para regular el derecho a la protesta sin contrariar sus compromisos con el sistema internacional de derechos humanos? ¿Son los derechos absolutos y por eso innegociables? ¿Las demandas que sí son negociables pueden equipararse con derechos? ¿Pueden las leyes limitar los derechos? ¿Hay jerarquía entre los derechos o su única limitación es la responsabilidad en su ejercicio? Un debate fascinante cuando se hace de buena fe, actualizado por la reciente puja entre la manifestación política del Polo Obrero y el protocolo de la ministra Patricia Bullrich.
A juzgar por la militarización de las calles y la protesta como poder de extorsión política, no podemos salir de la falsa disyuntiva del “dejar hacer” o “reprimir”. Palabras mal connotadas, que tergiversaron su verdadero significado y cancelaron el debate en torno a la tensión entre la normativa de derechos humanos y los delitos tipificados en el Código Penal. Para que no queden dudas, la protesta es un derecho, como lo es la expresión libre, sin persecución a la opinión. Se reprime el delito. No la protesta. El Estado como garante del orden público debe tener fuerzas de seguridad profesionales, subordinadas a la ley democrática, capaces de impedir el delito sin abuso de poder. A su vez, ni el derecho a la protesta como el libre decir deben incitar a la violencia, tal como establece la biblia de los derechos humanos en el continente, el Pacto de San José de Costa Rica. Como se trata de palabras que vencen a las espadas, las nuestras no han sido especialmente amorosas ni respetuosas. Por el contrario, la apropiación ideológica de los derechos humanos y la utilización política de las victimas desvirtuaron la igualdad de derechos y cargaron las palabras con dinamita verbal.
"Fue la crisis de los desocupados en el final de la década del 90 la que inauguró la modalidad de los ‘piquetes’"
La crisis económica justifica los reclamos, pero sobrevive una concepción de poder que hace de la calle el lugar de la expresión política. No la palabra del Parlamento, donde se aprende a argumentar y a persuadir. No deja de ser paradójico que el sistema democrático habilita bancas en el Congreso para aquellos que descreen de la democracia y no aceptan la división de poderes de la República.
Existe entre nosotros una larga tradición de utilizar las plazas para protestar o festejar. Pero fue la crisis de los desocupados en el final de la década del 90 la que inauguró la modalidad de los “piquetes”. La violencia policial dejó muertos: la docente Teresa Rodriguez, los jóvenes Costeki y Santillan, dos nombres que simbolizan la perturbadora cifra de muertos en democracia. Muertes que pudieron evitarse ya que fueron causadas por la omisión o la complicidad del Estado. Pero propiciaron “la ideología de la víctima”, un aspecto de la sociedad moderna del que se ha ocupado extensamente el ensayista italiano Daniele Gigliole. No se trata de las victimas reales a las que Estado debe proteger y a las que debemos ofrecer comprensión y compasión, sino de los liderazgos crecidos al amparo de esos despojos. “Ser víctima da prestigio, exige atención, fomenta el reconocimiento, activa un potente generador de identidad y da derechos. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia”, se lee en su libro Crítica de la víctima, en el que analiza un fenómeno fácil de reconocer en Argentina. “La ideología victimista es hoy el primer disfraz de las razones de los fuertes…La víctima es irresponsable, no responde de nada, no tiene necesidad de justificarse: es el sueño de cualquier tipo de poder”.
"Los derechos humanos son una ideología de vida, no de muerte. Cuando se trata de salvar personas de la opresión, la dignidad de la vida humana se impone como un valor universal"
Así, la protesta social ejerció una superioridad moral sobre el fastidio de los que tienen igual derecho a circular por las calles. Insisto, no se trata de las víctimas reales sino de los que lucran con ese sufrimiento, hablan en su nombre, se erigen en líderes y en lugar de respetarlas en su dignidad, la hieren. Como destaca el historiador Christopher Lasch: “Por causa de la victimización acabamos afrontando la vida no como sujetos éticos, activos, sino como víctimas pasivas y la protesta política deriva en un lloriqueo de autoconmiseración”. Aprendí a desconfiar de los que invocan a los muertos para hacer política. La vida me enseño que, en general, el que sufrió realmente vive con pudor y en silencio su dolor.
Los derechos humanos son una ideología de vida, no de muerte. Cuando se trata de salvar personas de la opresión, la dignidad de la vida humana se impone como un valor universal . Los derechos no pueden ser moneda de negociación. Pero ser sujeto de derechos no entraña ninguna superioridad moral, sino el compromiso de acatar las reglas de la convivencia en una sociedad de iguales. El compromiso mínimo con los derechos humanos es aceptar esa deliberación, porque el diálogo y la negociación son inherentes al sistema democrático. A su vez, para proteger el igualmente legítimo derecho a circular, la regulación de ese equilibrio debe ser razonable y gradual. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en 2002, estableció que el derecho a protestar no es absoluto y debe ser regulado con la limitación del tiempo, forma y lugar, en beneficio del bien público, sin intervenir en el contenido de la demanda. La custodia del “orden público” incluye a los que protestan como a los que circulan. Es ahí cuando el Estado debe acudir a reglas claras, apegadas a los estándares del sistema internacional. No para menoscabar la protesta sino para encauzarla dentro del marco constitucional.
Años de malversar la misma idea de derechos humanos, cancelar la deliberación y propiciar la victimización postergaron la evolución de una cultura auténticamente democrática. Años de gobernar por decreto maniataron el Parlamento, que al delegar sus facultades de legislar y de control le entregó al Ejecutivo un lazo con el que después se enlazó y maniató al Congreso, lo que explica, en parte, la raíz política de la dramática crisis económica. Por eso es saludable que el debate en torno al descalabro económico esté enmarcado en las palabras constitucionales para que compartamos el lenguaje común de la democracia: el diálogo para resolver los conflictos en paz. Sin espadas.