
Siempre dice que en los días anteriores al golpe de 1976 tuvo muchas discusiones con sus amigos –incluso los de izquierda– que creían que Videla sería democrático, que iba a sacar a Isabelita y después llamaría a elecciones; que todo sería apenas una sacudida de efecto para acomodar las cosas. Graciela Fernández Meijide, que entonces era una profesora de francés que tenía un instituto de idiomas y llevaba una vida apacible junto a su marido y sus tres hijos, suele repetir también que, en sus inicios, aquella dictadura que ella imaginaba severa, pero nunca tan cruenta como terminó siendo –y mucho menos cuánto iba a atravesarla esa crueldad–, tenía la aprobación de una parte amplia de la sociedad y era lógico que así fuera: la gente tenía miedo.
Lo que pasó después cambió el curso de su historia e hizo que ella cambiara a su vez la del país: su hijo Pablo, de 17 años, fue secuestrado por ese gobierno de facto que otros suponían que sería breve y reparador, y ella sintió cómo perdía también todas las garantías constitucionales mientras peregrinaba radicando denuncias y presentando habeas corpus: “Dejé de ser ciudadana, como antes dejó de serlo Pablo, y dejó de serlo mi familia y todos los que, recurriendo a las instituciones que tenían que garantizar derechos, se encontraban con que esas instituciones les daban la espalda”, le dijo hace sólo unos meses a Facundo Chaves en una nota de Infobae.

Tuvo que aprender “a vivir sin Pablo, sin noticias de Pablo” a la par que se convertía en activista por los Derechos Humanos, cuando ser activista implicaba mucho más que compartir un hashtag. Y en 1983, con la recuperación de la democracia que ahora cumple cuarenta años en medio de la reciclada tragedia colectiva de que esos derechos se discutan de nuevo como si el aprendizaje no hubiera sido costoso, fue parte fundamental de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) y una de las responsables junto a Ernesto Sabato y Magdalena Ruiz Guiñazú del informe del Nunca Más que destapó el horror y sirvió de base para el juicio a las Juntas Militares.
Tenía 60 años cuando entró a la política partidaria: fue diputada, senadora y ministra de Desarrollo Social y Medio Ambiente en un momento en que lejos del lugar común actual sobre “la casta”, había “una vocación por la cosa pública muy fuerte, nadie iba a supeditar esa vocación al beneficio personal económico”. Para ella el valor estaba en el compromiso, no en enriquecerse.
Fernández Meijide vio fracasar a la fuerza en la que creía y se retiró de la actividad partidaria, algo que plasmó en su libro La ilusión (2007). Sin embargo todavía sostiene que la razón de ese fracaso no fue la política, sino los errores de la Alianza. Desde entonces se dedicó a contar lo que pasó para impedir la reivindicación de la violencia y hoy, a sus 92, sigue siendo una de las referentes más lúcidas en cuestiones de Derechos Humanos. Distinguida con la Orden al Mérito de la República Italiana, Cavaliere Di Gran Croce; el Konex 2018 y con la orden de Comandante de la Légion de Honor de la República Francesa, el miércoles próximo la Fundación CADAL por los Derechos Humanos y la Solidaridad Democrática Internacional entregará por primera vez el premio que lleva su nombre.
Son tiempos difíciles, donde están en juego otra vez las instituciones y –con ellas– los derechos más elementales, esos que a veces pasamos por alto y que, como dice Meijide, cobran verdadera dimensión cuando nos faltan. Son tiempos para hacer memoria sin especulaciones ni personalismos: los derechos no tienen bandera política ni le pertenecen a un sólo partido y es responsabilidad de todos defenderlos.

Es cierto, parece difícil: quienes monopolizaron por dos décadas el relato de la sensibilidad no parecen inmutarse ante la desintegración institucional, ¿cómo discutirle a un mesías de caricatura que debemos conservar la salud y la educación pública, si eso sólo existe para los que la necesitan menos y a los chicos los matan en la puerta del colegio? ¿Cómo discutirle si la amenaza ni siquiera es el futuro distópico que propone a los gritos, si el presente es un jubilado que no tiene para comer y familias enteras durmiendo en la calle? ¿Desde qué lugar peleamos por esos derechos que, aunque sean para todos, ahora parecen demasiado burgueses?
Quizá no se trate de discutir, sino simplemente de recordar que no existen los golpes de efecto para acomodar las cosas y que no hay ningún tirano que sea demócrata. Quizá lo único que tenga sentido sea recuperar la memoria de esos valientes como Meijide que lucharon para que la verdadera libertad fuera posible. En una era crispada y sin tiempo para la reflexión, donde los nuevos tiranos se visten de rockstars, escuchar y honrar a Graciela abre, por lo menos, una luz de esperanza.
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