Hay una serie de lecturas alternativas —y a menudo contradictorias— sobre el estallido social de octubre de 2019. Algunos lo ven como un levantamiento contra la injusticia y la desigualdad. Pero la evidencia muestra que la desigualdad venía a la baja y la inclusión social al alza. Luego, no se explica por qué el estallido ocurrió entonces y no antes, cuando la situación era peor. Otros argumentan que fue la combinación de esos dos problemas de largo aliento con la incapacidad del gobierno de Piñera de avanzar en la dirección correcta. Recordemos que, justo antes del estallido, el gobierno intentaba impulsar su impopular reforma a las pensiones y la reforma a la jornada laboral. Si este fuera el caso, resulta difícil entender por qué la respuesta oficialista fue aceptar iniciar un proceso constituyente en vez de presentar su renuncia. Entre entregar el orden institucional y entrar en un proceso que generará inestabilidad e incertidumbre por varios años o gatillar una nueva elección presidencial (cosa que hubiera sido posible si Piñera renunciaba antes del 19 de noviembre de 2019), hubiera sido mejor salvar la institucionalidad. Si la disyuntiva era entregar a Piñera o entregar la Constitución, la derecha debió haber optado por entregar a Piñera.

Otra explicación para el estallido social es que una parte de la izquierda es antidemocrática y no es capaz de aceptar derrotas en elecciones. Así, lo que no puede lograr en las urnas, lo intenga lograr a través de las movilizaciones callejeras y la presión social. Aunque esa descripción pueda aplicar a parte de la izquierda, es evidente que una mayoría de los chilenos rechazaba la dirección en la que el gobierno llevaba al país a mediados de 2019. Además, si bien Piñera ganó la elección presidencial, la oposición ganó la mayoría en el Congreso. Por lo tanto, aunque ganó legítimamente la elección de 2017, para mediados de 2019 su gobierno ya era minoritario tanto en el Congreso como ante la opinión pública.

Cuando la violencia se normaliza en la arena política, también aumenta la violencia en otros ámbitos.

Aunque sea imposible concordar en cuál fue la razón de estallido social, es imposible negar que tuvo una nefasta consecuencia para la convivencia democrática. A partir de octubre de 2019, se impuso una cultura de violencia validada por la tolerancia a los actos ese tipo, a los saqueos, la ocupación de espacios públicos y la falta de respeto a la autoridad que mostró una parte importante de la elite política y la comentocracia nacional. El gran legado del estallido social de octubre es que se normalizó la violencia y se legitimó como mecanismo para avanzar causas políticas y sociales. Después de tres décadas de democracia en que gradual y progresivamente fuimos construyendo instituciones democráticas más inclusivas y legítimas que dejaran atrás la cultura de violencia institucional que existió durante la dictadura, el estallido de octubre rápidamente echó por tierra ese acuerdo nacional que la rechazaba como herramienta para conseguir objetivos políticos.

Hoy, el país parece ya adormecido por la violencia. Los actos de violencia en el sur, con varias personas asesinadas, generan las mismas reacciones temporales de molestia y declaraciones de ‘nunca más’ que se olvidan a los pocos minutos. La violencia asociada a las manifestaciones ya ni siquiera es noticia. La clase política y la opinión pública reaccionaron a la decisión de retirar el monumento al General Baquedano del sector de Plaza Italia de la misma forma que lo hacen los deudos de un paciente que muere después de una larga enfermedad: es triste, pero se veía venir. Es más, qué bueno que finalmente ocurrió para poder pasar página.

Lamentablemente, pasar página no resulta tan fácil cuando la violencia se instala como una forma legítima de avanzar causas políticas y como herramienta de presión y amedrentamiento. Peor aún, cuando la violencia se normaliza en la arena política, también aumenta la violencia en otros ámbitos. Una mayor tolerancia a la violencia también repercute en mayores niveles de delincuencia y mayor violencia en asaltos y robos. Eventualmente, aumenta también la tasa de homicidios. Cuando queda claro que la gente no respeta a la policía en actos o manifestaciones políticas, el resto de la población también deja de respetar a la policía y aumentan los conflictos entre personas y la tasa de delincuencia.

Por eso, esta actitud de «si no puedes con ellos, ríndete» que llevó a la autoridad a decidir retirar el monumento al General Baquedano representa un lamentable momento simbólico en el país: la violencia política se ha normalizado y ha quedado claro que los que echan mano a la violencia terminan por conseguir sus objetivos.

Sociólogo, cientista político y académico UDP.

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1 comentario

  1. Efectivamente, no solo se «tolera» la violencia, hemos llegado al punto de que ésta se acepta por parte del Estado y todos sus organismos, al punto que esa aceptación es una forma de complicidad que, a mi entender, hace ilegítimo el ejercicio del poder a quien no está dispuesto a respetar el orden legal y constitucional que se juró respetar al asumirlo.

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