Aunque la fatiga constitucional que predomina en el país comprensiblemente lleva a muchos a querer cerrar el proceso constituyente, no va a bastar que gane el voto A favor en el plebiscito de diciembre para terminar con la incertidumbre constitucional.

Independientemente del resultado en el plebiscito, a partir de enero de 2024, deberemos tener mucha disciplina y voluntad para evitar que el debate sobre reformas constitucionales se vuelva a tomar la agenda. Igual que un alcohólico en rehabilitación, Chile seguirá vulnerable a los cantos de sirena de aquellos que quieren transformar las decisiones de política pública en reformas constitucionales que amarren a futuros gobiernos, independientemente de su color político.

Desde el Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución de noviembre de 2019, Chile entró a un periodo de incertidumbre constitucional que nos ha costado sangre, sudor y lágrimas. La decisión de ir por la vía de «el camino largo», como lo llamó el ministro Gonzalo Blumel, uno de los artífices de esta estrategia en el gobierno de Piñera, ha tenido costos altísimos para el país. Cuatro años después, el país no tiene una Constitución. La Constitución vigente, la de 1980 (reformada múltiples veces en democracia), fue modificada en estos cuatro años a un punto tal que parece virtualmente inutilizable. Con quórums de 4/7 para futuras modificaciones, esa Constitución parece insuficientemente resistente a cualquier urgencia populista o mayoría circunstancial que quiera volver a meterle cuchillo. Es más, como ese texto sufrió tantos cambios estos últimos años, una victoria del voto en contra obligará a modificar el texto múltiples veces a partir de enero de 2024 para eliminar muchos de esos artículos que discuten el proceso constituyente y que se introdujeron cuando la locura del octubrismo dio por muerta a la Constitución vigente.

Pero una noticia todavía peor es que la victoria del voto A favor tampoco terminará con la incertidumbre constitucional. Precisamente porque este segundo proceso constituyente también pecó de querer convertir cuestiones de política pública en preceptos constitucionales, la presión para modificar el texto que sea aprobado en diciembre será alta a partir de enero. Es verdad que este nuevo texto tiene insertas muchas menos cuestiones de política pública que el texto anterior. Pero será inevitable que los sectores que sienten que esta Constitución es más de derecha que la anterior conviertan las reformas constitucionales en un arma de campaña en futuras elecciones.

De poco servirá argumentar que la gente ya votó a favor del texto si futuras mayorías electorales están convencidas de que sus preferencias de políticas públicas estarán bloqueadas por todos los artículos de amarre asociadas al nuevo texto constitucional. Si pasa este proyecto de Constitución, volverán los reclamos sobre los amarres y los enclaves autoritarios que bloquean los cambios sociales y las preferencias de políticas públicas que la gente querrá en el futuro.

Además, como el nuevo texto establece una multiplicidad de nuevas burocracias estatales que requieren de múltiples nuevas legislaciones que permitan la creación de reparticiones públicas (con sus respectivas burocracias y glosas de financiamiento en el presupuesto), el país se pasará varios años legislando reformas al aparato estatal que prolonguen la actual incertidumbre y pongan todavía más presión al gasto público (con su consabida demanda por nuevas reformas tributarias). Por cierto, el precedente de que una mayoría de derecha en el Consejo Constitucional creó una multiplicidad de burocracias estatales alimentará el insaciable apetitivo por expandir todavía más el Estado que reina en muchos sectores de izquierda.

Es cierto que el nuevo texto sería más difícil de reformar que el texto actual, que sólo requiere de mayoría de 4/7. Pero la incertidumbre institucional va a estar basada en todas las reformas a la institucionalidad vigente que deberán ocurrir en los próximos años.

Es debatible cuál escenario genera más incertidumbre, mantener la despedazada constitución actual o adoptar el nuevo texto. Pero es voluntarista creer que la incertidumbre constitucional llegará a su fin con el plebiscito de diciembre.

A partir de enero de 2024, el país entrará en una nueva etapa de incertidumbre constitucional que tendrá sus propios costos y desafíos. Ya sea porque el Congreso actual se dedicará a seguir despedazando el texto vigente o porque el debate político sobre cómo implementar todos los nuevos mandatos incluidos en el nuevo texto llevará años y alimentará los afanes de todos los sectores de amarrar a futuros gobiernos a determinadas preferencias de política pública, la tentación de recaer en el momento constituyente será grande.

La mejor forma de entender el desafío actual de Chile es compararlo con lo que debe hacer un alcohólico en rehabilitación. La tentación de volver a caer en los cantos de sirena de reformas constitucionales será altísima. Abundarán razones para demandar nuevos cambios constitucionales. La clase política insistirá en querer convertir las mayorías circunstanciales en amarres a futuros gobiernos.

La noticia esperanzadora es que hay múltiples casos de alcohólicos rehabilitados que nunca más vuelven a tomar y tienen vidas exitosas y fructíferas. La mala noticia es que, después de una recaída de las proporciones que tuvo la locura octubrista de 2019 y sus consecuencias, la amenaza de que el paciente vuelva a recaer en el vicio refundacional es una preocupación constante y una amenaza real con la que tendremos que aprender a vivir de forma permanente.  Por eso, pase lo que pase en diciembre, debemos entender que el riesgo de recaer en la tentación del proceso constituyente será una condición permanente para Chile.

Sociólogo, cientista político y académico UDP.

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