Taiwán elegirá un nuevo gobierno y parlamento el 13 de enero. Esta nación democrática de 23 millones de habitantes se encuentra en el centro de la contienda del siglo, que determinará si el orden internacional establecido y las normas que lo sustentan perdurarán o serán sustituidos por el revisionismo autoritario, una mayor represión y el expansionismo territorial.

A pesar de los esfuerzos del Partido Comunista Chino (PCCh) por presentar el conflicto como un “asunto interno” y el deseo de libertad taiwanés como “separatismo”,

este conflicto que dura décadas es, en realidad, una cuestión de dos sistemas políticos incompatibles y de los designios coloniales de un régimen autoritario sobre un territorio sobre el que nunca ha tenido autoridad.

Aunque Taiwán comparte rasgos culturales y lingüísticos con China, las encuestas demuestran que solo el 1,6 % de los taiwaneses está de acuerdo con la unificación inmediata con China (y el 5,8 % cree que se podría ser más adelante). La gran mayoría quiere que su país siga siendo libre y democrático abrazando el statu quo, o independencia de facto.

Por tanto, la única forma de lograr la unificación sería mediante el uso de la fuerza. Por haber apostado su reputación a la “reunificación”, el PCCh se ha colocado en una posición de la que no puede echarse atrás. Ningún dirigente chino se atrevería hoy a ir contra las pretensiones de Pekín sobre Taiwán.

El PCCh ve en la democracia taiwanesa un peligroso precedente para el pueblo chino, razón por la que trata de aislar a Taiwán internacionalmente. Así, un país que figura entre las 25 economías más importantes, impulsor clave de la tecnología que alimenta nuestro mundo y faro del liberalismo en Asia, se ve obligado a vivir una existencia a medias.

Para contrarrestarlo, Taiwán cuenta con aliados, entre ellos los Estados Unidos, su garante de seguridad desde 1979. Con su “ambigüedad estratégica”, Washington mantiene la incertidumbre de cómo reaccionaría si China decidiera atacar. Esto ha sido fundamental para prevenir la guerra durante décadas. Nada podría invitar más a la guerra que la conclusión de Pekín de que los Estados Unidos no ayudaría a su aliado a defenderse.

Una China mucho más poderosa usa aviones y buques militares para amedrentar a Taiwán casi a diario, y la amenaza de una guerra de grandes proporciones, que antes se creía inimaginable, se cierne más grande que nunca después de que Putin demostrara que los tiranos no siempre sopesan de forma racional los pros y contras de sus decisiones catastróficas.

Comprender la dinámica del conflicto debería disipar la idea de que el pueblo taiwanés es culpable de las continuas tensiones y de los riesgos de guerra. A ningún pueblo se le debería dar la insostenible opción de elegir entre el sometimiento y la aniquilación, y si forzamos tales opciones en pueblos libres, no solo perdemos nuestra humanidad sino que, lo que es más problemático, aumentamos la probabilidad de que otros regímenes tiránicos lleguen a la conclusión de que es posible coaccionar, aterrorizar y someter a sus vecinos. (O)