No fue una época exenta de tensiones, pero todo el mundo se benefició de la globalización. También América Latina, en parte, por la voraz demanda de China y su inagotable capital financiero. Sin embargo, la imposición de aranceles de EE. UU., la desconfianza por la pandemia, el impacto en las cadenas de suministro globales y la invasión rusa a Ucrania terminaron por transformar el mundo.

Es justamente por esta coyuntura que la reciente cumbre UE-Celac es relevante. Es cierto que la complejidad de la relación entre ambos bloques es evidente. En los últimos 8 años se suspendieron las cumbres por discrepancias sobre Venezuela. Y el acuerdo comercial UE-Mercosur, pactado en 2019 tras 20 años de negociaciones, volvió a encallar. Resistencia latinoamericana a nuevas exigencias medioambientales y pulsión proteccionista europea.

La negativa latinoamericana a la retórica europea sobre Ucrania en la declaración final y el veto al presidente Zelenski muestran diferencias notables. Con Venezuela, Cuba y Nicaragua, pero también con quienes mantienen una calculada ambigüedad o apoyan tácitamente a Putin al responsabilizar a Occidente de la guerra, Lula da Silva a la cabeza. Ello conecta con recriminaciones históricas de moralismo y desatención con los europeos.

El desafío económico y geopolítico actual aconseja el entendimiento. Bruselas ve imperativo diversificar su abastecimiento de energía y recursos estratégicos, como el litio. América Latina debe aprovecharlo. La crisis de desarrollo que le azota, por haber crecido por debajo del 1 % en la última década, debería ser suficiente incentivo. Además, una alianza estratégica con la UE le permitiría afianzar una alternativa a China más saludable. Ambas opciones no son excluyentes y servirían para protegerse de los riesgos inherentes del país asiático: una economía doméstica cada vez más sombría o las dependencias que se generan.

La responsabilidad recae en Gobiernos que ven su relación con Pekín como una transacción a corto plazo.

La UE tiene difícil competir con el capitalismo de Estado chino. Sus empresas estatales, que reciben subsidios encubiertos, financiación barata e infinita y trato de favor en su mercado, tienen la misión de garantizar su suministro futuro de commodities.

La UE, además de inversiones e importaciones, ofrece un modelo alternativo de desarrollo en su iniciativa Global Gateway. La sostenibilidad medioambiental y la independencia económica vinculada a las infraestructuras y a las alianzas económicas persiguen “contribuir al desarrollo de los países socios”, dice la UE.

Es paradójico que en ciertos ámbitos latinoamericanos incomoden las exigencias y estándares europeos, pero no los de Pekín, con sus malas prácticas y ausencia de transparencia y escrutinio. Esa relación consolida un patrón primario-exportador en la región: exporta recursos e importa manufacturas acabadas, sin industrialización.

La responsabilidad recae en Gobiernos que ven su relación con Pekín como una transacción a corto plazo. Ingresos fiscales rápidos vía exportaciones sin incentivo para promover proyectos duraderos que generen desarrollo, porque el rédito político se lo llevarán otros. Urge un cambio de mentalidad. La cumbre EU-Celac es el punto de partida. (O)

Juan Pablo Cardenal es periodista especializado en la internacionalización de China y editor de Análisis Sínico en cadal.org