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02-12-2020

Cuba: ¿fuera del Estado, nada?

Que doscientas o trescientas personas aplaudiendo en un plantón en la puerta de un ministerio sea algo inédito da cuenta de una excepcionalidad (o quizás mejor dicho, de un Estado de excepción) que ya lleva sesenta años. Lo mismo que el compromiso oficial para permitir reuniones en espacios independientes sin hostigamiento policial o para asegurar que quienes se reunieron ante el ministerio pudieran volver a casa sin ser detenidos, luego de una intervención de la policía con gases lacrimógenos en las inmediaciones. Pero en Cuba lo es.
Por Pablo Stefanoni

Agencia Cubana de Rap - Cuba: ¿fuera del Estado, nada?

En 2007 viajé a Cuba a presentar en la Feria del Libro de La Habana un libro sobre Bolivia del que era coautor, donde hacíamos una suerte de genealogía del ciclo de protestas sociales que llevó al Movimiento al Socialismo (MAS) al poder. El entusiasmo oficial en Cuba con ese proceso era, como sabemos, particularmente intenso: Evo Morales siempre tuvo un fuerte vínculo afectivo con Fidel Castro y Bolivia fue el país donde cayó asesinado Ernesto Che Guevara. Pero en la presentación no podía dejar de sobrevolar el contraste (al menos para mí) entre el festejo de las protestas globales y su criminalización dentro de la Isla. “Cuba es distinta”.

Desde 1959, todas las “organizaciones de masas” han sido estatizadas y no hay ninguna forma de autonomía -política, social o cultural- que no sea motivo de sospecha o blanco de la acusación de “hacer el juego al imperio”. Una parte de las izquierdas globales ha comprado un discurso que en lo esencial puede sintetizarse así: “mientras haya bloqueo, toda protesta es efectiva o potencialmente contrarrevolucionaria”. Y esto no es diferente en la coyuntura actual, cuando decenas de personas del mundo de la cultura se manifestaron en público y lograron un “inédito” diálogo entre sociedad civil y Estado, en el marco del denominado Movimiento San Isidro (MSI, por el barrio habanero con ese nombre) que se movilizó para reclamar la libertad del rapero Denis Solís, pero que se proyecta en una serie de demandas y actores de mayor alcance. Solís fue acusado de desacato luego de que insultara verborrágicamente a un policía que supuestamente entró sin orden judicial a su casa. Y tras ello una huelga de hambre del MSI en favor de su liberación fue desalojada por la policía con el argumento de la violación de normas contra la pandemia de covid-19.

Que doscientas o trescientas personas aplaudiendo en un plantón en la puerta de un ministerio sea algo inédito da cuenta de una excepcionalidad (o quizás mejor dicho, de un Estado de excepción) que ya lleva sesenta años. Lo mismo que el compromiso oficial para permitir reuniones en espacios independientes sin hostigamiento policial o para asegurar que quienes se reunieron ante el ministerio pudieran volver a casa sin ser detenidos, luego de una intervención de la policía con gases lacrimógenos en las inmediaciones. Pero en Cuba lo es. “Es la primera vez en seis décadas que un grupo social de ‘clase media’ ocupa un espacio público para demandar derechos cívicos al Estado. No tuvieron ningún resultado en las negociaciones con los directivos del Mincult, pero sentaron un precedente de acción social, una experiencia y un aprendizaje que atenta directamente contra la atomización de los sujetos que había constituido la pieza clave del control social y político. Este fue el verdadero gran resultado obtenido de esta jornada”.

Un artículo en el periódico oficial Granma no duda en sostener que de ese grupo de personas aplaudiendo en una sentada se puede pasar sin escalas al “fin del socialismo”, lo que si en verdad fuera el caso hablaría más de la debilidad del sistema que de la fortaleza del movimiento. El texto insiste con la tesis del golpe blando, una fórmula multiuso para descalificar cualquier acción política, al igual que lo hizo un programa especial de la televisión cubana. Una página en el mismo periódico “firmada” por Fidel Castro  asegura que nunca darán garantías a la contrarrevolución (alguna vez, sobre la cultura, el comandante dijo su famosa máxima: “Dentro de la Revolución todo; contra la Revolución, ningún derecho”). Y el ex ministro de Cultura y presidente de Casa de las Américas, Abel Prieto, agregó desde su cuenta en Twitter que “en una región caracterizada por masacres, secuestros, violencia policial y ejecuciones extrajudiciales, nuestros enemigos disfrazan a un marginal procesado por desacato de ‘artista’ y lo convierten en una noticia mundial. Algo vergonzoso”.

Estos hechos puntuales echan luz sobre un fenómeno más amplio: la idea de “revolución” que predomina en gran parte de las izquierdas latinoamericanas y globales en relación a Cuba. Para estos sectores, no se trata de un proceso vivo, creativo, disruptivo y de (re)invención de la vida social, sino de una reliquia, en el sentido religioso del término. Sin ningún debate vivo sobre la transición socialista (hace tiempo que ya no existe esta discusión que hay fuera de ciertos ámbitos muy académicos), la defensa de Cuba es solo la defensa de un statu quo; la veneración de una imagen momificada; como el culto a un Lenin embalsamado en la Rusia estalinista y post-estalinista. Producto de ello, carecen de empatía y respecto de los cubanos y las cubanas de carne y hueso.

Por un lado, el embargo/bloqueo cancela cualquier discusión real sobre Cuba, los problemas de la economía planificada, la represión, la inviabilidad de su modelo sin subsidios externos, etc. Y por el otro, una serie de realidades mitificadas, supuestamente inmutables durante medio siglo (como salud o educación), bastarían para justificar la superioridad cubana respecto del mundo capitalista o al menos del resto de América Latina. Ni siquiera merece la pena echar un vistazo a la realidad concreta de las personas. Todos son héroes de un tipo de “tragedia socialista” por el que nadie más lucha en ninguna parte y que deben cumplir hasta el final con el papel asignado por la historia.

A veces se llega a planteamientos verdaderamente cínicos: “yo quiero una represión como la cubana”, me dijo alguien de Chile en Facebook, recordando la brutalidad de la represión del gobierno de Sebastián Piñera contra los manifestantes; una represión que gran parte del mundo repudió. Lo que no se puede no ver es que el éxito de las formas de desmovilización social del sistema cubano residió precisamente en que la represión directa no sea necesaria a gran escala y a menudo basta con centrarla en ciertas personas. Es más o menos como decir que China solo reprimió en Tiananmen porque todos vimos los tanques, ignorando la multiplicidad de mecanismos formales e informales con que los socialismos reales consiguieron evitar la acción directa porque cuando debieron reprimir (Budapest, Praga, etc.), el costo político fue altísimo y el sistema crujió.

No cabe duda de que el bloqueo es una política criminal y al mismo tiempo estúpida de parte de Estados Unidos, que debe ser rechazada sin ninguna ambivalencia por razones políticas, morales y humanas. Al mismo tiempo, es necesario señalar que los problemas del socialismo cubano son en gran medida similares a otras experiencias que no sufrieron ningún acoso imperialista semejante. Una de las ideas asentadas en la izquierda “procubana” es que el modelo de socialismo predominante en la Isla es esencialmente diferente a los socialismos reales de la URSS o Europa del Este. El socialismo con acento caribeño, que parecía más libertario que el sistema soviético, pronto derivó en una autocracia paternalista, estatista y provindencial que buscó contener la energía social en los estrechos canales establecidos por el régimen. 

La ideología oficial combinó comunismo pasado por el tamiz de los manuales soviéticos y nacionalismo revolucionario con una idea monolítica de la nación y del pueblo que a la vez expulsaba de esa nación a cualquier disidencia y expropiaba los derechos ciudadanos de los emigrantes: esta es la lógica que aún sustenta al Partido Comunista como partido único. Pero estas diferencias no impidieron que se “copiara” el modelo de economía planificada de comando de tipo soviético (incluso Cuba fue más estatista que varias experiencias de Europa oriental) y el sistema securitario: la Seguridad del Estado de la Isla fue una adaptación de la Seguridad del Estado (Stasi) alemana oriental y muchas de las formas habituales de control social tienen demasiados aires de familia con los de Hungría o Checoslovaquia. En el caso cubano, ello operó bajo un liderazgo megalómano que podía enfrentar al imperio armas en mano tanto como enseñar al pueblo a utilizar una arrocera eléctrica. Al mismo tiempo, se construía el mito de los “barbudos”, que tuvo como correlato un borramiento del tejido político y social más amplio que posibilitó la Revolución.

Ese modelo, sobre todo luego de su institucionalización -y sovietización-, acabó con las promesas emancipatorias y las reemplazó por cierta protección social acompañada con una redistribución igualitaria de una escasez a veces aguda y penosa (con privilegios modestos pero reales para la nomenklatura). Sumado a mecanismos de control poblacional como los sistemas de pasaportes internos para poder vivir en ciudades como La Habana, que hace que varios de sus habitantes sean ilegales (se les llama con ironía “palestinos”).

Como muestra la caída de los socialismos reales, estas experiencias crearon un tipo de racionalidad cínica como correlato de un hiato profundo entre narrativa oficial y realidad cotidiana. Un chiste soviético ilustra bien esto. Rabinovich se para en la Plaza Roja y se pone a repartir panfletos. Agentes de la milicia aparecen de inmediato y le confiscan los materiales. Ante su asombro, ven que solo son hojas en blanco. “¿Por qué está repartiendo panfletos en blanco, Rabinovich?” -pregunta un agente. “Es que la gente ya sabe” -responde el agitador. Lo subversivo era el decir más que lo propiamente dicho. Y, en el caso cubano, el socialismo de las trincheras ahogó la posibilidad de cualquier pensamiento crítico (aunque en La Habana se convocan muchos eventos con este nombre), lo que puede verse en la inexistencia de un medio de prensa a la altura de la educación de la propia población. Nadie, ni dentro ni fuera de Cuba, puede leer el Granma como un diario. Es muy útil para entender muchas cosas; no para informarse. En el caso de los escritores, desde el comienzo, como escribió el historiador Rafael Rojas, no solo se buscó la exclusión de los intelectuales “burgueses” del antiguo régimen sino la censura de los “revolucionarios” heterodoxos, en un marco de homofobia desde la cúpula estatal. Y lo mismo vale para las ciencias sociales, con varias purgas en sus espaldas, que en los últimos años se beneficiaron de la apertura controlada, sobre todo del potenciamiento de las redes con el exterior, inclusive las de la diáspora. De tanto repetir el slogan “ser cultos para ser libres”, a menudo olvidamos la contratara dialéctica: “ser libres para ser cultos”.

El periodista y traductor Marc Saint-Upéry recuerda que, en su relato autobiográfico publicado bajo el título de Abendlicht [Luz de atardecer], el poeta comunista disidente nacido en Alemania oriental Stefan Hermlin confiesa que, durante cerca de 40 años, un extraño lapsus cognitivo le había impedido asimilar la formulación exacta de una famosa frase de Marx: ‘El libre desarrollo de cada uno es la condición del libre desarrollo de todos’. Inconsciente y sistemáticamente, su mentalidad, forjada por el culto estalinista del colectivo orgánico encarnado en el Partido-Estado, lo llevaba a leer esta frase al revés: ‘el libre desarrollo de todos es la condición del libre desarrollo de cada uno’”. Y esta disonancia cognitiva se extendió por el amplio mundo de unas izquierdas que siguen subestimando el valor de la libertad humana o subordinándolo siempre a otros objetivos más urgentes.

En Cuba no solo “la gente ya sabe” y repartir panfletos en blanco en la Plaza de la Revolución sería igualmente sospechoso. La artista Tania Bruguera intentó con su proyecto “El susurro de Tatlin” poner un micrófono abierto en esa plaza y terminó detenida. La nomenklatura también “sabe” que el sistema no funciona. Por eso las visiones romantizantes de muchos de sus defensores chocan con el realismo de las elites cubanas, sobre todo de los militares. Los que manejan las inversiones del Grupo de Administración Empresarial (Gaesa) deben sonreír frente a algunos discursos de intelectuales latinoamericanos respecto del socialismo cubano. Y, en parte por no haberse hecho el balance teórico/político del socialismo real, es que Venezuela -el único país autodeclarado socialista desde la caída del Muro de Berlín- ha terminado por construir una caricatura de socialismo, sin los elementos más progresivos de las anteriores experiencias y con todos sus defectos multiplicados al infinito. No es casual que los países excomunistas sean hoy los más xenófobos e “iliberales” y que las extremas derechas campeen cómodamente en ellos. Sabemos ya que el correlativo del internacionalismo era la profunda desconfianza anticosmopolita hacia quienes se vinculaban con extranjeros y con el extranjero. Y que la racionalidad cínica es lo contrario de cualquier apuesta a un mundo mejor.

Ese balance hoy debe incluir sin duda las propias transiciones al capitalismo, o como señaló con una metáfora potente Katherina Verdery en su libro ¿Qué era el socialismo y por qué se desplomó?, la transición del socialismo… al feudalismo. La forma de acumulación primitiva de los burócratas, las nuevas mafias y el robo del patrimonio público nos advierte también contra los liberales que, pretendidamente ingenuos, fomentaron esas transiciones de saqueo -sin hablar de la propia calidad moral de esas élites socialistas-. Esto es decisivo para buscar formas de preservar lo que hay de Estado social en Cuba y da actualidad a perspectivas socialistas democráticas ante los cantos de sirena de la privatización y desguace del Estado.

Comparado con otras épocas, que duraron mucho y van mucho más allá del famoso “Quinquenio gris” (hoy a veces cómodamente demonizado por ciertas figuras culturales del régimen para relucir sus credenciales de gente “abierta”, como si el monolitismo cultural e ideológico ultrarrepresivo de los años 70 hubiera sido una desviación inexplicable), ha habido en Cuba un sustancial nivel de liberalización cultural. Se ha pasado de “quien no está con nosotros esta contra nosotros” a una suerte de “quien no está explícitamente contra nosotros está con nosotros”. 

Así funciona el pacto tácito entre el régimen y los intelectuales y artistas, al menos los inscriptos en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), con cierto margen para la crítica más o menos velada (incluso es posible escribir hoy con ciertos eufemismos académicos críticas al socialismo real de los países del bloque soviético y a las disfuncionalidades del sistema cubano) mientras no se exprese en espacios de difusión demasiado amplios y no toque las vacas sagradas: Fidel, Raúl y el ejército. Al Partido se le puede siempre hacer críticas blandas sobre “los peligros de la burocratizacion”, un clásico de la crítica inofensiva en estos regímenes. 

Dentro de esta liberalización cultural, parte de la cual se vincula con los nuevos “espacios públicos no estatales”, de la mano de la aprobación del cuentapropismo, hay oscilaciones en la que el régimen, o sectores del régimen y del aparato de seguridad, y la sociedad se “testean” mutuamente, aunque por supuesto desde posiciones de poder muy asimétricas. Y hay que ver cómo sigue el movimiento actual y los diferentes tipos de represalias y microrrepresalias fuera de los flashes televisivos. En síntesis: no existe el inmovilismo que una cierta izquierda lee como heroico y una derecha anticomunista como totalitario.

Rafael Rojas cree que “con respecto a los años 70 o, incluso, los 80, es evidente que se ha producido una liberalización. Pero en relación con la independencia cultural tolerada estamos viviendo un retroceso, especialmente desde 2016, cuando se produjo el giro antiobamista en la política interna”. Y agrega que “ese cierre coincidió con el proceso constituyente y la imposición del decreto 349 para limitar la actividad cultural independiente. En ese sentido, lo que hemos vivido en estos años es un aumento de la censura (basta pensar en los casos de los cineastas jóvenes Miguel Coyula, Carlos Lechuga, Yimit Ramírez) o los arrestos contra artistas como Tania Bruguera y Luis Manuel Otero Alcántara. Creo que lo qué pasó el 27 de noviembre es reflejo de la presión que están ejerciendo jóvenes artistas e intelectuales independientes contra ese cierre”.

Es necesario estar atentos también a los intentos de construir una suerte de “castrismo de mercado” -y formas de capitalismo sin derechos civiles ni sindicales-. Volviendo a la cultura, el tema de estos días, Vincent Bloch, autor de Cuba, une révolution, publicado en 2016, señaló en una entrevista que “En cierta medida, la ‘diáspora’ y los artistas insertados en el mercado internacional de la cultura sirvieron de campo de experimento para el castrismo de mercado. En vez de constituirse en vectores del contagio democrático, como lo esperaba Barack Obama, los cubanos que entran y salen de la Isla renuncian a sus derechos políticos a cambio de una mayor libertad de circular, consumir y emprender. Viven divididos entre varias formas de anclajes territoriales, sociales, profesionales, familiares, y cuya incompatibilidad es aceptada sin mayor resistencia”. Nadie puede culparlos por ello.

Se puede compartir o no el estilo del rapero Denis Solís, y sus provocaciones o cuestionar que use expresiones homofóbicas contra la policía, pero de ahí a que sea la oficial Agencia Cubana de Rap la encargada de decidir si es un “verdadero” rapero, cuando el rap es precisamente un género que incluso clama por su derecho a ser ofensivo, o que el Estado pueda condenarlo a ocho meses de cárcel por desacato, hay un gran trecho. Hoy puede verse que las redes sociales, y la propia liberalización limitada, van volviendo aún más arcaica esta forma de socialismo de fortaleza sitiada (de bloqueo externo, pero interno). Como me dijo un joven cubano, en una frase que usé para terminar mi crónica de aquel viaje de 2007: “Es cierto que todavía somos una fortaleza sitiada, pero era el mismo José Martí quien sostenía que aun en la guerra es necesario crear los embriones de instituciones democráticas que regirán en el período de paz”.

Pablo Stefanoni
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