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13-08-2003

BUSH Y KIRCHNER ENFRENTAN LA CRISIS

El presidente Bush propuso y logró una disminución sustancial de la tasa de impuestos que pagan los norteamericanos. ¿Por qué lo hizo? La razón última es muy simple: dotar a la sociedad de recursos extraordinarios para que compre, ahorre o invierta.
Por Carlos Alberto Montaner

El presidente Bush propuso y logró una disminución sustancial de la tasa de impuestos que pagan los norteamericanos. ¿Por qué lo hizo? La razón última es muy simple: dotar a la sociedad de recursos extraordinarios para que compre, ahorre o invierta. Bush intenta sacudir la pereza económica que se observa en el país y frenar la tendencia a la destrucción de empleos, que ya se mueve en torno al 6% de la fuerza laboral.
¿Cómo sabe Bush que esa medida va a lograr los efectos deseados? No lo ''sabe'' con la certeza con que se explican las reglas matemáticas. Lo supone. No lo puede asegurar, pero la experiencia demuestra, y cito aproximadamente sus palabras, que ''cuando en algún lugar alguien gasta o invierte, en otro lugar se fortalece la economía y una persona encuentra un empleo''. O sea: el Presidente de los Estados Unidos reconoce humildemente que en una economía abierta como la americana, quienes logran el milagro del crecimiento sostenido son los ciudadanos cuando actúan libremente en el mercado y no los planificadores del gobierno.
Hace medio siglo, cuando el británico John Maynard Keynes dominaba el pensamiento económico occidental, la receta para salir de la crisis hubiera sido diferente. Se hubiera recurrido al gasto público, se habría aumentado la presión fiscal, y los burócratas hubiesen utilizado el presupuesto oficial para asignar esos recursos a distintos sectores de la sociedad elegidos por los economistas al servicio de la maquinaria estatal. En aquellos tiempos, la presunción más extendida, a medio camino entre la arrogancia y el optimismo, consistía en suponer que los expertos eran capaces de tomar decisiones que afectaban al conjunto de la economía con mucha más eficacia que los individuos o las empresas.
La experiencia y el análisis académico desmintieron esos supuestos. La verdad --como la estableció la ''escuela de elección pública'' o Public Choice para gloria del premio Nobel James Buchanan-- es que los políticos y los burócratas no toman las decisiones guiados por impulsos generosos teñidos de altruismo, sino en defensa de sus propios intereses personales o partidistas. La verdad es que, con frecuencia, la intervención del estado en las actividades económicas suele transformarse en un foco de corrupción, clientelismo e injustas reparticiones de dinero público. Cuando el estado decide favorecer a Juan, inevitablemente lo hace perjudicando a Pedro y distorsionando toda la ecuación económica en detrimento de la eficiencia general del sistema.
Lo que aprendimos a lo largo del siglo XX fue a ser humildes y a aceptar que el mercado, con sus ganadores y perdedores, es mucho más eficiente que la burocracia para asignar recursos. Y la razón es comprensible: en las sociedades complejas la economía de mercado es un vastísimo y dinámico sistema de comunicación en el que cada consumidor o productor dispone de cierta información única y está sujeto a gustos y necesidades particulares, y ese infinito universo, absolutamente subjetivo y cambiante, no puede ser abarcado por ningún grupo de burócratas o políticos decidido a lograr la felicidad colectiva.
Mientras George W. Bush, al frente de la nación más rica y exitosa del planeta aceptaba sus limitaciones melancólicamente, en Argentina, en el otro extremo del hemisferio, el flamante presidente Néstor Kirchner tomaba posesión de su cargo con un discurso y un gabinete concebidos dentro del viejo estilo intervencionista y populista propio del peronismo más rancio: el estado recupera el polvoriento discurso nacionalista, retoma la dirección de las actividades económicas y utilizará el gasto público para reactivar una economía devastada por la devaluación de la moneda en más de un 300% en los últimos tres años.
Naturalmente, si el señor Kirchner persiste en ese camino empobrecerá aún más a los argentinos, eventualmente generará una espiral inflacionaria y hundirá unos cuantos centímetros más a ese castigado país. Pero lo que resulta sorprendente, y en cierta medida irracional, es comprobar la cándida estupefacción con que cierto sector del peronismo (tal vez mayoritario) y de la clase dirigente, con el aplauso de una buena parte de los ciudadanos, ensaya incesantemente el mismo experimento, siempre a la espera de que los resultados alguna vez sean diferentes. ¿No aprendieron en la escuela que cada vez que alguien acerca una cerilla encendida a una botella de gasolina se produce un incendio? Es un insondable misterio que la misma sociedad --culta, crítica, llena de gentes brillantes y elocuentes-- que desprecia a sus políticos, a quienes con bastante justicia tacha de corruptos e incapaces, y que acusa a los burócratas de administrar el estado de una manera torpe e injusta, periódicamente les otorgue más recursos y poderes a unos y otros, ilusionada con la creencia de que esta vez sus infinitos males van a ser aliviados por esos mismos políticos y burócratas que previamente la han hundido en la miseria.
Lo único interesante de este nuevo remake del drama argentino, tantas veces visto, es tratar de anticipar quiénes van a resultar imputados tras los próximos fracasos. ¿El imperialismo norteamericano? ¿El Fondo Monetario Internacional? ¿El proteccionismo europeo? Da igual. A fin de cuentas es más fácil asignar culpas que recursos.

Carlos Alberto Montaner
Carlos Alberto Montaner
Escritor y Periodista, nacido en Cuba, vive en España hace más de 40 años. Autor entre otros libros "Viaje al Corazón de Cuba"
 
 
 

 
 
 
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