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¿HACIA DÓNDE VA HAITÍ?
El colapso del gobierno del presidente Jean-Bertrand Aristide en Haití y su fuga del país cerraron un ciclo de la historia política haitiana. De cara al futuro, las fuerzas políticas aglutinadas en la Convergencia Democrática deberán probar su capacidad de formar instituciones políticas abiertas y democráticas.
Por Mark Falcoff
El colapso del gobierno del presidente Jean-Bertrand Aristide en Haití y su indecorosa fuga del país puede que haya sido una sorpresa para los estadounidenses y demás que no lo seguían de cerca. No podría haber sido inesperado para quienes sí lo seguían. La historia haitiana tiende a repetirse a sí misma, y luego de un largo desvío, el círculo se volvió a cerrar. Incluso la repentina ocupación del país por una fuerza multinacional encabezada por los marines de los Estados Unidos no carece de precedentes. La gran pregunta es si esta vez se quebrará el ciclo del fracaso.
Aristide llamó la atención de la comunidad internacional por primera vez en 1986 luego de la caída de Jean-Claude “Baby Doc” Duvalier, heredero de una de las dinastías más corruptas y represivas que jamás haya gobernado un país caribeño. A simple vista Aristide podría parecer la persona ideal para liderar un quiebre completo con el pasado. Un cura católico romano de la orden salesiana que ganó un amplio apoyo en las villas miseria de Port-au-Prince, representaba todo lo que no eran los Duvaliers: desinteresado, idealista, carismático, y una verdadera voz de los sin voz. Elegido con el apoyo de una amplia coalición de grupos civiles, eclesiásticos y políticos en diciembre de 1990, se le permitió gobernar por sólo nueve meses antes de que el ejército haitiano lo depusiera.
Tras su derrocamiento, Aristide se estableció en Estados Unidos, donde estableció una cercana relación con la administración de Clinton, a la cual pudo persuadir para que auspiciara un embargo económico y comercial internacional contra el régimen militar. Cuando estas sanciones se probaron incapaces de forzar a los generales a hacerse a un lado, la Casa Blanca ordenó que la 82º División Aérea de Estados Unidos invadiera el país. Se “restituyó” la democracia, definida casi totalmente por la persona de Aristide(1). En ese punto el país dejó las primeras planas de los diarios estadounidenses y salió de la conciencia de los funcionarios de Washington. Mientras tanto, sin embargo, la historia haitiana continuó su curso.
El culto de Aristide.
En ningún país se puede restaurar la democracia mediante el gobierno de un solo individuo. En Haití, sin embargo, tales proposiciones distan de ser evidentes. Las fuerzas de Aristide eran aparentemente amplias mientras estuvo en la oposición, pero una vez en funciones pareció no tener un interés particular en construir las instituciones de las que carecía el país, y sin las cuales nunca podrá ser un Estado soberano viable. En este aspecto no puedo evitar recordar una conversación que tuve hace unos años con René Theodore, quien alguna vez fue titular del Partido Comunista Haitiano. Cuando le pregunté si Aristide aspiraba a construir un Estado unipartidario, negó con la cabeza. “Para nada,” respondió. “No le gustan los partidos. Ni siquiera quiere uno propio”. A lo cual repliqué, “Bueno, ¿entonces que es lo que sí quiere?”. Respondió con un elegante floreo, “Quiere a una turba girando a su alrededor”, lo cual es un una descripción cruel, y rigurosamente clínica de la teoría y práctica del gobierno de Aristide.
La primera presidencia de Aristide puede dividirse claramente en dos períodos. Desde su elección hasta su derrocamiento por parte de los militares, se concentró principalmente en el desmantelamiento de gran parte del aparato político dejado por Duvalier. Se lograron muy pocas cosas más. Ni el presidente ni su gabinete tenían experiencia de gobierno, y llegaron al poder sin ningún programa económico coherente. En su lugar, la retórica radical (nada más que palabras, seguramente) tuvo el efecto de asustar a la comunidad empresarial y a los inversores extranjeros, algunos de los cuales desmantelaron sus líneas de montaje, la única fuente real de ingresos del país además de las remesas enviadas desde inmigrantes en el exterior y del tráfico ilegal de drogas. Arisitide enfrentó una Asamblea Nacional no cooperativa, dominada por la oposición, y no dudó en utilizar la intimidación, amenazas, e incluso violencia contra los opositores políticos. Antes de que las cosas empeoraran aún más, el ejército entró en escena.
La segunda fase siguió con su restitución en el poder a fines de 1994. Bajo la presión de Estados Unidos, Aristide atemperó su retórica incendiaria y prometió trabajar por la reconciliación nacional en lugar de ajustar cuentas. Dos respetados economistas haitianos fueron convocados para desarrollar un plan de reforma económica. El ejército haitiano fue disuelto y en su lugar Estados Unidos y otras democracias del hemisferio occidental prestaron sus habilidades para crear una fuerza policial nacional supuestamente no-política. Hacia enero de 1995, la comunidad internacional había destinado una cifra sin precedentes de 1.200 millones de dólares en ayuda de emergencia y asistencia para el desarrollo. Aristide fue obligado por presiones internacionales (léase, de los Estados Unidos) para retirarse del gobierno cuando en 1995 culminara el período para el cual había sido originalmente elegido, a pesar de que había deseado extenderlo lo suficiente como para compensar los años perdidos por el hiato militar. En su lugar René Préval, un protegido de Aristide resultó electo como su sucesor. Sin embargo, aún antes de que Préval asumiera, era obvio que el movimiento de Aristide (una amplia coalición conocida como Lavalas, derivado de la palabra del dialecto haitiano que significa “lavar”) estaba comenzando a resquebrajarse, con muchos veteranos seguidores de Aristide desilusionándose con su estilo autoritario y su rechazo a escuchar críticas u otros puntos de vista. En realidad, para el momento de la elección de Préval, los Lavalas ya se habían dividido en dos, con la porción controlada por Aristide cambiando su nombre a Familia Lavalas. Mucho más problemático, sin embargo, fue el hecho de que muchos de los asociados de Aristide ahora vivían con un terror mortal sobre sus vidas. Detrás de la fachada de la “restauración de la democracia” y el flujo de asistencia internacional, los aspectos siniestros de la política haitiana reaparecían lentamente.
Sombras de Papá Doc.
En 2000 Aristide regresó a la presidencia por abrumadora (pero no unánime) aclamación popular. Esta vez, sin embargo, era mucho menos proclive a tomar compromisos tanto con sus críticos locales como con sus amigos extranjeros. Desanduvo los anteriores compromisos de reforma económica, y virtualmente se disolvió a la Policía Nacional Haitiana bajo el peso de su propia corrupción. Aún peor, las elecciones legislativas mantenidas al mismo tiempo eran claramente fraudulentas. Varios candidatos opositores fueron asesinados, y la corte electoral fue intimidada a entregar diez asientos del Senado al partido de Aristide. Irónicamente, Aristide de todas maneras los habría ganado en una elección libre. Aún así, prefirió una solución autoritaria, llevando a los partidos de la oposición a boicotear a la Asamblea Nacional y a comenzar a organizar un movimiento nacional de oposición. Ese movimiento, Convergencia Democrática, eventualmente comprendió dieciséis partidos diferentes y abarcó a todo el espectro ideológico, desde seguidores de los Duvalier hasta los comunistas. Por su parte, Aristide confió crecientemente en pandillas (y los llamados chimères) para intimidar a los críticos. La deteriorada situación política y de Derechos Humanos llevó no sólo a los Estados Unidos, sino también a Francia, Canadá y la Unión Europea a suspender la asistencia al gobierno.
Si bien Aristide tradicionalmente se había unido a un cierto grupo de círculos progresistas y de centro izquierda en Europa y los Estados Unidos, su radicalismo es en gran parte para consumo exterior. En muchas maneras su acercamiento a la política haitiana no es muy diferente del que tuvieron dictadores previos. Por más que aborrezca a los Estados Unidos o por más simpatía que pueda tener por el dictador cubano Fidel Castro, dista mucho de ser un socialista revolucionario, o para el caso, un socialista de cualquier clase.
En realidad, el líder Aristide se parece mucho al difunto Dr. François Duvalier, quien gobernó Haití por 14 años y legó el país a su hijo por otros 15 años antes de su muerte. “Papá Doc” Duvalier, un médico público entrenado en Estados Unidos, también era una genuina figura popular al comienzo de su carrera. Al igual que Aristide, era algo así como un candidato del “Poder Negro” para la presidencia, un puesto tradicionalmente reservado para la élite de blancos franco-parlantes. Ambos eran temidos y aborrecidos por la clase alta tradicional de Haití, aunque quizás por razones sutilmente diferentes. No debería sacarse mucho del hecho de que Aristide fue elegido democráticamente, porque también lo fue Duvalier en la primera ocasión; de hecho, ellos dos son los únicos titulares haitianos del Ejecutivo que fueron elegidos en elecciones verdaderamente competitivas. Una vez en el poder, ninguno tuvo mucho uso del pluralismo o del diálogo con la oposición. En lugar de los chimères de Aristide, Duvalier tenía los Ton tons Macoute, una banda bien organizada de matones que intimidaban y a veces asesinaban a los opositores.
Sin embargo había, y hay, dos diferencias importantes. Duvalier confiaba en el vudú para dar a su régimen una verdadera mística haitiana y era perfectamente feliz de gobernar sin el apoyo internacional; Aristide despliega el lenguaje del tercermundismo y del afrocentrismo, dos ideologías que tienen particular resonancia en ciertos círculos de Estados Unidos. Y esto nos lleva a la principal distinción entre estos dos hombres. Duvalier nunca tuvo ningún acceso al sistema político estadounidense; Aristide tiene el voto negro del Congreso de Estados Unidos y (por un tiempo) tuvo a la administración de Clinton. Sin embargo, tras reinstalar a Aristide, esa administración se retiró a un silencio diplomático con bastante vergüenza por lo que había hecho. Aún así, se unió a Canadá y Francia para suspender la asistencia al gobierno haitiano tras las elecciones fraudulentas.
Mendigar, como estrategia de desarrollo.
Durante los últimos cuatro años la situación económica y social de Haití se deterioró dramáticamente. En palabras de Aristide, su gobierno fue desestabilizado por la falta de asistencia internacional, lo cual llevó a su pueblo a rebelarse por hambre. En realidad, sin embargo, desde 1994 sólo los Estados Unidos derramaron 850 millones de dólares en el país, cuya mayor parte estaba financiado a través de organizaciones no gubernamentales. (Si uno contabilizara el costo del despliegue de tropas estadounidenses para estabilizar las crisis hasta que la Policía Nacional estuviera en situación de tomar el control de manos de una fuerza multinacional, o la repatriación de refugiados, el número ascendería a 3 mil millones de dólares.) Sumas significativas también han provenido de Canadá, Francia, la Comunidad Europea y del Programa para el Desarrollo de Naciones Unidos(2). Aquello que Aristide quería, y no recibía, fue una serie de cheques en blanco a nombre de su gobierno, sin hacer preguntas. Nunca pudo lograr, ni siquiera de amistosos gobiernos extranjeros.
Claro, ninguna cantidad de ayuda humanitaria puede empujar a ningún país al “desarrollo”; lo que Haití necesita es estabilidad política, Estado de Derecho, y los alicientes apropiados para la inversión extranjera y local. Estas eran cuestiones que no les gustaban particularmente a Aristide y sus socios. Su fallecimiento político era entonces una cuestión de tiempo.
Un Estado fracasado pero no una Nación fracasada.
De más está decir que la partida de Aristide no necesariamente resuelve los problemas de Haití, ni mucho menos. Pero en el corto plazo pone fin a dos situaciones alarmantes: el estallido de la seguridad con la proliferación de bandas armadas pro y anti gobierno, y una crisis alimenticia de grandes proporciones. Sin duda el sucesor provisional en el gobierno recibiría el tipo de ayuda que antes se le envió a Aristide, y una fuerza militar multinacional asegurará el orden hasta que la Policía Nacional pueda ser reconstituida.
Uno puede esperar, entonces, un período de relativa calma por uno o dos años, quizás incluso más, dependiendo de cuánto se mantengan profundamente involucrados (y comprometidos financieramente) los Estados Unidos y otros amigos de Haití (particularmente Francia y Canadá).
Mientras tanto los demonios de Haití no serán automáticamente exorcizados. Por si sólo, el tamaño y la extensión de la oposición a Aristide no apuntan a ninguna dirección en particular; en realidad, su misma diversidad sugiere que en el futuro no muy distante las fuerzas que derribaron al ex presidente pasarán a luchar entre ellas, aunque esperemos que sea en un marco de instituciones abiertas y representativas. Ciertamente las actuales exigencias de Convergencia Democrática son razonables dentro del mundo de lo posible: el desmantelamiento de los chimères, una reforma de la Policía Nacional, el fin a la impunidad, y elecciones libres bajo supervisión internacional.
Una tarea mucho más difícil yace en el camino. Tal como Gary Pierre-Pierre, editor del Haitian Times de Nueva York, escribió en el Wall Street Journal (6 de marzo) el país demanda a gritos “un fuerte cuadro de tecnócratas que... hagan el trabajo poco glamoroso de construir una nación”. Si los sucesores de Aristide no hacen eso, Aristide regresará, o si no lo hace, otra figura similar a él aparecerá en escena. Además, los seguidores de Aristide, si no el ex presidente mismo, aún representan a una parte importante del rompecabezas político haitiano. Actualmente constituyen entre un cuarto y un tercio de la población, posiblemente más. Para que la democracia funcione en Haití, no pueden ser ignorados o dejados a un lado.
Haití es una curiosa contradicción, pero también un país fascinante. Generalmente muchos se refieren a este país como una Estado fracasado, pero ciertamente no una Nación fracasada. Es la segunda república más antigua del hemisferio occidental, luego de los Estados Unidos, y una con una cultura única y un fuerte sentido de identidad. Ocupa un lugar importante en la historia de los pueblos de ascendencia africana como un estado esclavista que, increíblemente contra todos los cálculos, logró liberarse de sus amos coloniales y sobrevivir a los intentos armados de reconquista y a un embargo internacional que duró por alrededor de un siglo. Su mayor desafío ahora viene de adentro. Los Estados Unidos y otros países pueden y deberían ayudar, pero no pueden sustituir los esfuerzos que deben hacer los haitianos. El hiato presente les brinda una oportunidad más; sólo se puede esperar que de ella obtengan lo mejor.
(*) Este artículo fue publicado en “Latin American Outlook” el pasado jueves 25 de marzo.
(1) Ver mi artículo, "What 'Operation Democracy' Restored," Commentary, May 1996.
(2) Estas cifras no incluyen los casi 8 mil millones que ingresaron en el país desde 1994 hasta 2004 en la forma de remesas de los haitianos en el exterior.
Mark FalcoffMark Falcoff es investigador residente de American Enterprise Institute
El colapso del gobierno del presidente Jean-Bertrand Aristide en Haití y su indecorosa fuga del país puede que haya sido una sorpresa para los estadounidenses y demás que no lo seguían de cerca. No podría haber sido inesperado para quienes sí lo seguían. La historia haitiana tiende a repetirse a sí misma, y luego de un largo desvío, el círculo se volvió a cerrar. Incluso la repentina ocupación del país por una fuerza multinacional encabezada por los marines de los Estados Unidos no carece de precedentes. La gran pregunta es si esta vez se quebrará el ciclo del fracaso.
Aristide llamó la atención de la comunidad internacional por primera vez en 1986 luego de la caída de Jean-Claude “Baby Doc” Duvalier, heredero de una de las dinastías más corruptas y represivas que jamás haya gobernado un país caribeño. A simple vista Aristide podría parecer la persona ideal para liderar un quiebre completo con el pasado. Un cura católico romano de la orden salesiana que ganó un amplio apoyo en las villas miseria de Port-au-Prince, representaba todo lo que no eran los Duvaliers: desinteresado, idealista, carismático, y una verdadera voz de los sin voz. Elegido con el apoyo de una amplia coalición de grupos civiles, eclesiásticos y políticos en diciembre de 1990, se le permitió gobernar por sólo nueve meses antes de que el ejército haitiano lo depusiera.
Tras su derrocamiento, Aristide se estableció en Estados Unidos, donde estableció una cercana relación con la administración de Clinton, a la cual pudo persuadir para que auspiciara un embargo económico y comercial internacional contra el régimen militar. Cuando estas sanciones se probaron incapaces de forzar a los generales a hacerse a un lado, la Casa Blanca ordenó que la 82º División Aérea de Estados Unidos invadiera el país. Se “restituyó” la democracia, definida casi totalmente por la persona de Aristide(1). En ese punto el país dejó las primeras planas de los diarios estadounidenses y salió de la conciencia de los funcionarios de Washington. Mientras tanto, sin embargo, la historia haitiana continuó su curso.
El culto de Aristide.
En ningún país se puede restaurar la democracia mediante el gobierno de un solo individuo. En Haití, sin embargo, tales proposiciones distan de ser evidentes. Las fuerzas de Aristide eran aparentemente amplias mientras estuvo en la oposición, pero una vez en funciones pareció no tener un interés particular en construir las instituciones de las que carecía el país, y sin las cuales nunca podrá ser un Estado soberano viable. En este aspecto no puedo evitar recordar una conversación que tuve hace unos años con René Theodore, quien alguna vez fue titular del Partido Comunista Haitiano. Cuando le pregunté si Aristide aspiraba a construir un Estado unipartidario, negó con la cabeza. “Para nada,” respondió. “No le gustan los partidos. Ni siquiera quiere uno propio”. A lo cual repliqué, “Bueno, ¿entonces que es lo que sí quiere?”. Respondió con un elegante floreo, “Quiere a una turba girando a su alrededor”, lo cual es un una descripción cruel, y rigurosamente clínica de la teoría y práctica del gobierno de Aristide.
La primera presidencia de Aristide puede dividirse claramente en dos períodos. Desde su elección hasta su derrocamiento por parte de los militares, se concentró principalmente en el desmantelamiento de gran parte del aparato político dejado por Duvalier. Se lograron muy pocas cosas más. Ni el presidente ni su gabinete tenían experiencia de gobierno, y llegaron al poder sin ningún programa económico coherente. En su lugar, la retórica radical (nada más que palabras, seguramente) tuvo el efecto de asustar a la comunidad empresarial y a los inversores extranjeros, algunos de los cuales desmantelaron sus líneas de montaje, la única fuente real de ingresos del país además de las remesas enviadas desde inmigrantes en el exterior y del tráfico ilegal de drogas. Arisitide enfrentó una Asamblea Nacional no cooperativa, dominada por la oposición, y no dudó en utilizar la intimidación, amenazas, e incluso violencia contra los opositores políticos. Antes de que las cosas empeoraran aún más, el ejército entró en escena.
La segunda fase siguió con su restitución en el poder a fines de 1994. Bajo la presión de Estados Unidos, Aristide atemperó su retórica incendiaria y prometió trabajar por la reconciliación nacional en lugar de ajustar cuentas. Dos respetados economistas haitianos fueron convocados para desarrollar un plan de reforma económica. El ejército haitiano fue disuelto y en su lugar Estados Unidos y otras democracias del hemisferio occidental prestaron sus habilidades para crear una fuerza policial nacional supuestamente no-política. Hacia enero de 1995, la comunidad internacional había destinado una cifra sin precedentes de 1.200 millones de dólares en ayuda de emergencia y asistencia para el desarrollo. Aristide fue obligado por presiones internacionales (léase, de los Estados Unidos) para retirarse del gobierno cuando en 1995 culminara el período para el cual había sido originalmente elegido, a pesar de que había deseado extenderlo lo suficiente como para compensar los años perdidos por el hiato militar. En su lugar René Préval, un protegido de Aristide resultó electo como su sucesor. Sin embargo, aún antes de que Préval asumiera, era obvio que el movimiento de Aristide (una amplia coalición conocida como Lavalas, derivado de la palabra del dialecto haitiano que significa “lavar”) estaba comenzando a resquebrajarse, con muchos veteranos seguidores de Aristide desilusionándose con su estilo autoritario y su rechazo a escuchar críticas u otros puntos de vista. En realidad, para el momento de la elección de Préval, los Lavalas ya se habían dividido en dos, con la porción controlada por Aristide cambiando su nombre a Familia Lavalas. Mucho más problemático, sin embargo, fue el hecho de que muchos de los asociados de Aristide ahora vivían con un terror mortal sobre sus vidas. Detrás de la fachada de la “restauración de la democracia” y el flujo de asistencia internacional, los aspectos siniestros de la política haitiana reaparecían lentamente.
Sombras de Papá Doc.
En 2000 Aristide regresó a la presidencia por abrumadora (pero no unánime) aclamación popular. Esta vez, sin embargo, era mucho menos proclive a tomar compromisos tanto con sus críticos locales como con sus amigos extranjeros. Desanduvo los anteriores compromisos de reforma económica, y virtualmente se disolvió a la Policía Nacional Haitiana bajo el peso de su propia corrupción. Aún peor, las elecciones legislativas mantenidas al mismo tiempo eran claramente fraudulentas. Varios candidatos opositores fueron asesinados, y la corte electoral fue intimidada a entregar diez asientos del Senado al partido de Aristide. Irónicamente, Aristide de todas maneras los habría ganado en una elección libre. Aún así, prefirió una solución autoritaria, llevando a los partidos de la oposición a boicotear a la Asamblea Nacional y a comenzar a organizar un movimiento nacional de oposición. Ese movimiento, Convergencia Democrática, eventualmente comprendió dieciséis partidos diferentes y abarcó a todo el espectro ideológico, desde seguidores de los Duvalier hasta los comunistas. Por su parte, Aristide confió crecientemente en pandillas (y los llamados chimères) para intimidar a los críticos. La deteriorada situación política y de Derechos Humanos llevó no sólo a los Estados Unidos, sino también a Francia, Canadá y la Unión Europea a suspender la asistencia al gobierno.
Si bien Aristide tradicionalmente se había unido a un cierto grupo de círculos progresistas y de centro izquierda en Europa y los Estados Unidos, su radicalismo es en gran parte para consumo exterior. En muchas maneras su acercamiento a la política haitiana no es muy diferente del que tuvieron dictadores previos. Por más que aborrezca a los Estados Unidos o por más simpatía que pueda tener por el dictador cubano Fidel Castro, dista mucho de ser un socialista revolucionario, o para el caso, un socialista de cualquier clase.
En realidad, el líder Aristide se parece mucho al difunto Dr. François Duvalier, quien gobernó Haití por 14 años y legó el país a su hijo por otros 15 años antes de su muerte. “Papá Doc” Duvalier, un médico público entrenado en Estados Unidos, también era una genuina figura popular al comienzo de su carrera. Al igual que Aristide, era algo así como un candidato del “Poder Negro” para la presidencia, un puesto tradicionalmente reservado para la élite de blancos franco-parlantes. Ambos eran temidos y aborrecidos por la clase alta tradicional de Haití, aunque quizás por razones sutilmente diferentes. No debería sacarse mucho del hecho de que Aristide fue elegido democráticamente, porque también lo fue Duvalier en la primera ocasión; de hecho, ellos dos son los únicos titulares haitianos del Ejecutivo que fueron elegidos en elecciones verdaderamente competitivas. Una vez en el poder, ninguno tuvo mucho uso del pluralismo o del diálogo con la oposición. En lugar de los chimères de Aristide, Duvalier tenía los Ton tons Macoute, una banda bien organizada de matones que intimidaban y a veces asesinaban a los opositores.
Sin embargo había, y hay, dos diferencias importantes. Duvalier confiaba en el vudú para dar a su régimen una verdadera mística haitiana y era perfectamente feliz de gobernar sin el apoyo internacional; Aristide despliega el lenguaje del tercermundismo y del afrocentrismo, dos ideologías que tienen particular resonancia en ciertos círculos de Estados Unidos. Y esto nos lleva a la principal distinción entre estos dos hombres. Duvalier nunca tuvo ningún acceso al sistema político estadounidense; Aristide tiene el voto negro del Congreso de Estados Unidos y (por un tiempo) tuvo a la administración de Clinton. Sin embargo, tras reinstalar a Aristide, esa administración se retiró a un silencio diplomático con bastante vergüenza por lo que había hecho. Aún así, se unió a Canadá y Francia para suspender la asistencia al gobierno haitiano tras las elecciones fraudulentas.
Mendigar, como estrategia de desarrollo.
Durante los últimos cuatro años la situación económica y social de Haití se deterioró dramáticamente. En palabras de Aristide, su gobierno fue desestabilizado por la falta de asistencia internacional, lo cual llevó a su pueblo a rebelarse por hambre. En realidad, sin embargo, desde 1994 sólo los Estados Unidos derramaron 850 millones de dólares en el país, cuya mayor parte estaba financiado a través de organizaciones no gubernamentales. (Si uno contabilizara el costo del despliegue de tropas estadounidenses para estabilizar las crisis hasta que la Policía Nacional estuviera en situación de tomar el control de manos de una fuerza multinacional, o la repatriación de refugiados, el número ascendería a 3 mil millones de dólares.) Sumas significativas también han provenido de Canadá, Francia, la Comunidad Europea y del Programa para el Desarrollo de Naciones Unidos(2). Aquello que Aristide quería, y no recibía, fue una serie de cheques en blanco a nombre de su gobierno, sin hacer preguntas. Nunca pudo lograr, ni siquiera de amistosos gobiernos extranjeros.
Claro, ninguna cantidad de ayuda humanitaria puede empujar a ningún país al “desarrollo”; lo que Haití necesita es estabilidad política, Estado de Derecho, y los alicientes apropiados para la inversión extranjera y local. Estas eran cuestiones que no les gustaban particularmente a Aristide y sus socios. Su fallecimiento político era entonces una cuestión de tiempo.
Un Estado fracasado pero no una Nación fracasada.
De más está decir que la partida de Aristide no necesariamente resuelve los problemas de Haití, ni mucho menos. Pero en el corto plazo pone fin a dos situaciones alarmantes: el estallido de la seguridad con la proliferación de bandas armadas pro y anti gobierno, y una crisis alimenticia de grandes proporciones. Sin duda el sucesor provisional en el gobierno recibiría el tipo de ayuda que antes se le envió a Aristide, y una fuerza militar multinacional asegurará el orden hasta que la Policía Nacional pueda ser reconstituida.
Uno puede esperar, entonces, un período de relativa calma por uno o dos años, quizás incluso más, dependiendo de cuánto se mantengan profundamente involucrados (y comprometidos financieramente) los Estados Unidos y otros amigos de Haití (particularmente Francia y Canadá).
Mientras tanto los demonios de Haití no serán automáticamente exorcizados. Por si sólo, el tamaño y la extensión de la oposición a Aristide no apuntan a ninguna dirección en particular; en realidad, su misma diversidad sugiere que en el futuro no muy distante las fuerzas que derribaron al ex presidente pasarán a luchar entre ellas, aunque esperemos que sea en un marco de instituciones abiertas y representativas. Ciertamente las actuales exigencias de Convergencia Democrática son razonables dentro del mundo de lo posible: el desmantelamiento de los chimères, una reforma de la Policía Nacional, el fin a la impunidad, y elecciones libres bajo supervisión internacional.
Una tarea mucho más difícil yace en el camino. Tal como Gary Pierre-Pierre, editor del Haitian Times de Nueva York, escribió en el Wall Street Journal (6 de marzo) el país demanda a gritos “un fuerte cuadro de tecnócratas que... hagan el trabajo poco glamoroso de construir una nación”. Si los sucesores de Aristide no hacen eso, Aristide regresará, o si no lo hace, otra figura similar a él aparecerá en escena. Además, los seguidores de Aristide, si no el ex presidente mismo, aún representan a una parte importante del rompecabezas político haitiano. Actualmente constituyen entre un cuarto y un tercio de la población, posiblemente más. Para que la democracia funcione en Haití, no pueden ser ignorados o dejados a un lado.
Haití es una curiosa contradicción, pero también un país fascinante. Generalmente muchos se refieren a este país como una Estado fracasado, pero ciertamente no una Nación fracasada. Es la segunda república más antigua del hemisferio occidental, luego de los Estados Unidos, y una con una cultura única y un fuerte sentido de identidad. Ocupa un lugar importante en la historia de los pueblos de ascendencia africana como un estado esclavista que, increíblemente contra todos los cálculos, logró liberarse de sus amos coloniales y sobrevivir a los intentos armados de reconquista y a un embargo internacional que duró por alrededor de un siglo. Su mayor desafío ahora viene de adentro. Los Estados Unidos y otros países pueden y deberían ayudar, pero no pueden sustituir los esfuerzos que deben hacer los haitianos. El hiato presente les brinda una oportunidad más; sólo se puede esperar que de ella obtengan lo mejor.
(*) Este artículo fue publicado en “Latin American Outlook” el pasado jueves 25 de marzo.
(1) Ver mi artículo, "What 'Operation Democracy' Restored," Commentary, May 1996.
(2) Estas cifras no incluyen los casi 8 mil millones que ingresaron en el país desde 1994 hasta 2004 en la forma de remesas de los haitianos en el exterior.
