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VUELVE LA AMENAZA A LOS 25 AÑOS DEL TRIUNFO SANDINISTA
Por Carlos Alberto Montaner
Madrid -- Hace exactamente 25 años los sandinistas tomaron el poder en Nicaragua. En pocas semanas fallaron las cuatro columnas que sostenían la dinastía de Somoza desde 1937: el apoyo de Washington, la disciplinada obediencia de la Guardia Nacional, el respaldo de una parte sustancial de la burguesía económica y la militancia popular del viejo y hegemónico Partido Liberal. Fue una caída en cascada: al fallar Washington, la Guardia Nacional se sintió desamparada y colapsó, la clase dirigente en el terreno económico le retiró su apoyo al dictador, y los liberales somocistas --había otros--, confundidos y desmoralizados, súbitamente desaparecieron del panorama político.
Las tropas rebeldes entraron en Managua en medio de una ilusionada algarabía. Las revoluciones siempre tienen un primer día muy hermoso. A veces hasta dos. Parecía que llegaba la democracia. Pero no fue así. Muy pronto los factores realmente democráticos de la primera junta de gobierno, Violeta Chamorro y Alfonso Robelo, pasaron a la oposición y comenzó entonces otro género de dictadura inspirado en el modelo castrista, financiado por la URSS, teledirigido desde La Habana por el comandante, quien instaló en Nicaragua una especie de protectorado controlado por su embajador cubano de turno.
La pesadilla duró de 1979 a 1990 y fue la última conquista comunista durante la guerra fría. Comenzó en el momento estelar de la hegemonía soviética, cuando Estados Unidos enfrentaba las secuelas sicológicas y políticas de la derrota en Vietnam, una inflación de dos dígitos, la debilidad del gobierno de Jimmy Carter, acosado por los secuestros en Teherán y por una atmósfera pesimista que conducía a pensar que ya eran evidentes los síntomas de la total decadencia americana. Entonces se decía que los sistemas democráticos vivían sus últimos tiempos porque el triunfo comunista parecía inevitable. En Europa era popular un lema cobarde y melancólico: Better red than dead. Mejor rojos que muertos.
Los sandinistas compartían ese análisis, pero desde la otra punta. Se sentían parte del bando triunfador, así que se sumaron con entusiasmo a la revolución mundial. Mientras copiaban el modelo económico cubano, con los mismos desastrosos resultados, empeorados por una inflación que alcanzó el 24,000 por ciento, convertían a Managua en una de las mecas de la subversión planetaria. Allí se daban cita terroristas islámicos, vascos, argentinos, uruguayos, colombianos y de cuantos el diablo creó, unidos por el odio a Estados Unidos y, en general, a Occidente. Salían a matar o a secuestrar y regresaban a la base. Managua era parada y fonda.
Esta sanguinaria fiesta revolucionaria se acabó en 1990 como consecuencia de tres factores que se combinaron de manera inesperada: la ''Contra'' armada por el gobierno de Ronald Reagan, la decisión de Mijaíl Gorbachov de no seguir financiando ese salvaje y fallido experimento social y la astucia del presidente costarricense Oscar Arias, quien mediante presiones y un hábil acoso diplomático creó una trampa político-electoral en la que cayeron los sandinistas convencidos de que ganarían los comicios.
De este último episodio han pasado 15 años. Los nicas, con mil dificultades, han hecho su transición a la democracia y a la economía de mercado, y el país, por supuesto, aunque lleno de problemas, está infinitamente mejor que en época de los sandinistas. Pero si bien la nación ha cambiado ostensiblemente, quienes no se han movido un milímetro de los viejos esquemas ideológicos son los sandinistas. Y se trata de una grave carencia, porque el país necesitaba una buena formación política de centroizquierda, como sucedió en algunas naciones que abandonaron el marxismo, y en las que los partidos comunistas fueron capaces de transformarse en genuinas fuerzas socialdemócratas, como ha ocurrido en Polonia o Eslovenia, donde hoy los ex comunistas gobiernan dentro de esquemas moderados y realistas.
Esta terquedad estalinista de la cúpula sandinista --muy firme en personas como Daniel Ortega, Lenin Cerna y Tomás Borge-- debería servir a los demócratas nicas como una seria advertencia sobre la importancia que tiene que depongan sus diferencias políticas y retomen el espíritu de unidad que el país tuvo en 1990, cuando Violeta Chamorro y Virgilio Godoy, al frente de la coalición UNO, derrotaron a los comunistas.
Es verdad que ya no existe la Unión Soviética, el modelo comunista ha dejado de ser un horizonte viable y la dictadura cubana agoniza lentamente en la medida en que Fidel Castro se acerca a la muerte, pero ahí están la sobresaltada propuesta antioccidental de Hugo Chávez, el indigenismo boliviano de Felipe Quispe y Evo Morales, el neoperonismo de Néstor Kirchner, las guerrillas narcoterroristas de los comunistas colombianos y el resto de las delirantes opciones latinoamericanas tradicionalmente asociadas al sandinismo. Si Daniel Ortega vuelve al poder no será para fortalecer las instituciones democráticas o para estimular las fuerzas productivas del país, asociándose firmemente al primer mundo. Será para regresar a la vieja dialéctica revolucionaria, adaptada a las menguantes circunstancias actuales. O sea, la mayor cantidad de caos, desorden y violencia que le permita el mundo postcomunista en el que vive.
Julio 18, 2004.
Carlos Alberto MontanerEscritor y Periodista, nacido en Cuba, vive en España hace más de 40 años.
Autor entre otros libros "Viaje al Corazón de Cuba"
Madrid -- Hace exactamente 25 años los sandinistas tomaron el poder en Nicaragua. En pocas semanas fallaron las cuatro columnas que sostenían la dinastía de Somoza desde 1937: el apoyo de Washington, la disciplinada obediencia de la Guardia Nacional, el respaldo de una parte sustancial de la burguesía económica y la militancia popular del viejo y hegemónico Partido Liberal. Fue una caída en cascada: al fallar Washington, la Guardia Nacional se sintió desamparada y colapsó, la clase dirigente en el terreno económico le retiró su apoyo al dictador, y los liberales somocistas --había otros--, confundidos y desmoralizados, súbitamente desaparecieron del panorama político.
Las tropas rebeldes entraron en Managua en medio de una ilusionada algarabía. Las revoluciones siempre tienen un primer día muy hermoso. A veces hasta dos. Parecía que llegaba la democracia. Pero no fue así. Muy pronto los factores realmente democráticos de la primera junta de gobierno, Violeta Chamorro y Alfonso Robelo, pasaron a la oposición y comenzó entonces otro género de dictadura inspirado en el modelo castrista, financiado por la URSS, teledirigido desde La Habana por el comandante, quien instaló en Nicaragua una especie de protectorado controlado por su embajador cubano de turno.
La pesadilla duró de 1979 a 1990 y fue la última conquista comunista durante la guerra fría. Comenzó en el momento estelar de la hegemonía soviética, cuando Estados Unidos enfrentaba las secuelas sicológicas y políticas de la derrota en Vietnam, una inflación de dos dígitos, la debilidad del gobierno de Jimmy Carter, acosado por los secuestros en Teherán y por una atmósfera pesimista que conducía a pensar que ya eran evidentes los síntomas de la total decadencia americana. Entonces se decía que los sistemas democráticos vivían sus últimos tiempos porque el triunfo comunista parecía inevitable. En Europa era popular un lema cobarde y melancólico: Better red than dead. Mejor rojos que muertos.
Los sandinistas compartían ese análisis, pero desde la otra punta. Se sentían parte del bando triunfador, así que se sumaron con entusiasmo a la revolución mundial. Mientras copiaban el modelo económico cubano, con los mismos desastrosos resultados, empeorados por una inflación que alcanzó el 24,000 por ciento, convertían a Managua en una de las mecas de la subversión planetaria. Allí se daban cita terroristas islámicos, vascos, argentinos, uruguayos, colombianos y de cuantos el diablo creó, unidos por el odio a Estados Unidos y, en general, a Occidente. Salían a matar o a secuestrar y regresaban a la base. Managua era parada y fonda.
Esta sanguinaria fiesta revolucionaria se acabó en 1990 como consecuencia de tres factores que se combinaron de manera inesperada: la ''Contra'' armada por el gobierno de Ronald Reagan, la decisión de Mijaíl Gorbachov de no seguir financiando ese salvaje y fallido experimento social y la astucia del presidente costarricense Oscar Arias, quien mediante presiones y un hábil acoso diplomático creó una trampa político-electoral en la que cayeron los sandinistas convencidos de que ganarían los comicios.
De este último episodio han pasado 15 años. Los nicas, con mil dificultades, han hecho su transición a la democracia y a la economía de mercado, y el país, por supuesto, aunque lleno de problemas, está infinitamente mejor que en época de los sandinistas. Pero si bien la nación ha cambiado ostensiblemente, quienes no se han movido un milímetro de los viejos esquemas ideológicos son los sandinistas. Y se trata de una grave carencia, porque el país necesitaba una buena formación política de centroizquierda, como sucedió en algunas naciones que abandonaron el marxismo, y en las que los partidos comunistas fueron capaces de transformarse en genuinas fuerzas socialdemócratas, como ha ocurrido en Polonia o Eslovenia, donde hoy los ex comunistas gobiernan dentro de esquemas moderados y realistas.
Esta terquedad estalinista de la cúpula sandinista --muy firme en personas como Daniel Ortega, Lenin Cerna y Tomás Borge-- debería servir a los demócratas nicas como una seria advertencia sobre la importancia que tiene que depongan sus diferencias políticas y retomen el espíritu de unidad que el país tuvo en 1990, cuando Violeta Chamorro y Virgilio Godoy, al frente de la coalición UNO, derrotaron a los comunistas.
Es verdad que ya no existe la Unión Soviética, el modelo comunista ha dejado de ser un horizonte viable y la dictadura cubana agoniza lentamente en la medida en que Fidel Castro se acerca a la muerte, pero ahí están la sobresaltada propuesta antioccidental de Hugo Chávez, el indigenismo boliviano de Felipe Quispe y Evo Morales, el neoperonismo de Néstor Kirchner, las guerrillas narcoterroristas de los comunistas colombianos y el resto de las delirantes opciones latinoamericanas tradicionalmente asociadas al sandinismo. Si Daniel Ortega vuelve al poder no será para fortalecer las instituciones democráticas o para estimular las fuerzas productivas del país, asociándose firmemente al primer mundo. Será para regresar a la vieja dialéctica revolucionaria, adaptada a las menguantes circunstancias actuales. O sea, la mayor cantidad de caos, desorden y violencia que le permita el mundo postcomunista en el que vive.
Julio 18, 2004.
