¡Vos también podés ser parte!
(TN) Los dos tenían 78 años, los dos habían estudiado en la entonces notable Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA), los dos tuvieron luego una muy exitosa carrera académica en el exterior y los dos fueron intelectuales políticamente comprometidos. Los dos además entendieron bien el papel fundamental de la producción, la circulación y la recepción de los discursos en la vida de las sociedades y sobre todo en la lucha política.Sin embargo, asumieron posiciones radicalmente distintas respecto a las relaciones entre los discursos y el poder. Y por tanto también a cómo entender las formas democráticas. Y más en particular los problemas específicos, la historia y la actualidad de la democracia argentina.Ernesto Laclau asumió desde muy joven y nunca abandonó, pese a variaciones no menores que experimentó en otros aspectos su pensamiento, una postura que podríamos llamar hiper realista sobre el fenómeno del poder, y por tanto sobre la política.Según esa perspectiva toda acción humana y todo fenómeno social, incluidos los valores, las normas y cualquier otro discurso, no son más que expresiones de una voluntad y por tanto instrumentos de poder. Y, en consecuencia, todo acuerdo debe concebirse como el breve y precario intervalo entre dos conflictos.Es cierto que tras la frustración setentista momentáneamente abrió la puerta de su visión teórica sobre este asunto, fundada en una mixtura entre el marxismo gramsciano y el nacionalpopulismo, a la cierta valoración de los principios del liberalismo político y de las instituciones en él inspiradas. Fue la época en que escribió su trabajo más renombrado, Hegemonía y estrategia socialista, en el que aceptó al menos implícitamente que dichas instituciones podían conformar una “casa común” y alterar los términos y la naturaleza misma de la vida política.Pero también es cierto que, como ha dicho Alejandro Bonvecchi, nunca atravesó él mismo esa puerta: por ella muchos de sus lectores de los años ochenta se harían socialdemócratas y luego simplemente demócratas, en lo que sin duda fue su mayor aporte a las ideas de la izquierda; pero él siguió pensando en los duros términos del realismo sociológico, y dando por supuesto que la política es sólo activa y productiva cuando enfrenta a dos campos polares y desafía los marcos establecidos por el “poder sedimentado”.De allí que en esos mismos años se abocara a incorporar en una clave bastante elemental y reduccionista las teorías de Carl Schmitt. Una clave que siguió exaltando el conflicto radical e ignorando tanto los problemas como las potencialidades de los órdenes constitucionales.Verón, en su paso de la sociología a la semiología, pero incluso antes, cuando se dedicó más centralmente a analizar procesos políticos y en particular el fenómeno peronista, estuvo siempre atento a los fenómenos sociales que dan lugar a consensos, y a un tipo específico de dispositivos de consenso a los que frecuentemente denominó contratos: “contratos de representación” entre líderes y masas, “contratos de lectura” entre emisores y receptores, etc.Eso no lo volvió en nada desatento a los conflictos, como prueba suficientemente su brillante trabajo, en coautoría con Silvia Sigal, sobre el “Perón o muerte” de los años setenta. Todo lo contrario: le permitió comprender mejor el espesor y sentido que adquieren los conflictos en la madeja de los órdenes institucionales en que se desarrollan, su lógica, su dinámica y sus posibilidades de reinscripción y transformación en ellos.Por lo mismo, pudo a la vez someter a crítica los criterios de objetividad periodística que hasta los años ochenta se consideraron máxima indiscutible del oficio y norte del rol que la prensa naturalmente debía desempeñar en la vida democrática, sin que ello implicara caer en el reduccionismo opuesto, el de un determinismo ideológico y de los intereses por el que el discurso periodístico terminaría a la corta o a la larga absorbido en el discurso político, propio del militante. En la semana que pasó, a raíz de la casi simultánea desaparición de ambos pensadores, se ha disparado un sordo debate entre nosotros respecto a las consecuencias queridas y no queridas de sus ideas, y sobre la responsabilidad que cabría atribuirles en ello. Para muchos, Laclau fue el cerebro de Cristina Kirchner y Verón el de Héctor Magnetto, así que habría que juzgarlos de acuerdo a lo que hicieron y hacen sus ocasionales empleadores y sus séquitos respectivos (que se supone, sólo se supone, habrían sido también sus más entusiastas y fieles lectores).Es cierto que un intelectual, más todavía cuando se trata de un intelectual público, no debe desentenderse de los usos que se les dan a sus textos y argumentos. Pero entre “no desentenderse” y volverse “en cuerpo y alma responsables” hay una gran distancia: ¿alguien, por más amplia y aguda que sea su visión de la sociedad, podría acaso controlar las infinitas y variadísimas conexiones que es posible establecer entre decir o escribir algo y la recepción y uso de lo escrito o dicho?Un auténtico homenaje a Verón debería empezar por poner en cuestión la mera posibilidad de lograrlo, a la luz de sus originales exploraciones sobre los misterios de la recepción, evitando caer en la exaltación de una mítica “voluntad constructora de sentido” que aquí y allá surge en cambio en muchos textos de Laclau, sobre todo en los últimos.Tal vez sea ésta una ocasión oportuna para considerar la responsabilidad acotada, aunque estricta, que a los intelectuales les cabe respecto a cómo hacen su trabajo, su respeto al debate académico y público, la consideración que están obligados a darle a las ideas ajenas, el espíritu crítico que deben preservar sobre todo frente a sus propios intereses y preferencias. Al respecto, hay que destacar que Verón se esmeró en leer y discutir públicamente con Laclau, pero éste no le correspondió en igual medida. En intelectuales tan cercanos y a la vez tan distintos es natural que hubiera egos en pugna.Ello no impidió a Verón dedicar su tiempo a polemizar con algunas tesis de su coetáneo, en particular la de la hegemonía y la celebración del populismo. Laclau alguna vez refirió elogiosamente a Perón o muerte pero parece haber ignorado mayormente lo que Verón escribió en las últimas tres décadas.Fue víctima así de uno de los vicios más dañinos y más difundidos en nuestra comunidad académica e intelectual, la indiferencia ante lo diferente y el encierro dentro de círculos autocelebratorios. De este modo le hizo un flaco favor a su propia obra. Y por encima de las posiciones políticas que asumió y de los buenos o malos usos que se le dieran a sus ideas, es por eso que merece un cierto reproche.Fuente: TN (Buenos Aires, Argentina)