Derechos Humanos y
Solidaridad Democrática Internacional

Artículos

21-04-2014

Verón, Laclau y el espejo roto de la Argentina K

(TN) Tal vez sea ésta una ocasión oportuna para considerar la responsabilidad acotada, aunque estricta, que a los intelectuales les cabe respecto a cómo hacen su trabajo, su respeto al debate académico y público, la consideración que están obligados a darle a las ideas ajenas, el espíritu crítico que deben preservar sobre todo frente a sus propios intereses y preferencias.
Por Marcos Novaro

(TN) Los dos tenían 78 años, los dos habían estudiado en la entonces notable Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA), los dos tuvieron luego una muy exitosa carrera académica en el exterior y los dos fueron intelectuales políticamente comprometidos. Los dos además entendieron bien el papel fundamental de la producción, la circulación y la recepción de los discursos en la vida de las sociedades y sobre todo en la lucha política.

Sin embargo, asumieron posiciones radicalmente distintas respecto a las relaciones entre los discursos y el poder. Y por tanto también a cómo entender las formas democráticas. Y más en particular los problemas específicos, la historia y la actualidad de la democracia argentina.

Ernesto Laclau asumió desde muy joven y nunca abandonó, pese a variaciones no menores que experimentó en otros aspectos su pensamiento, una postura que podríamos llamar hiper realista sobre el fenómeno del poder, y por tanto sobre la política.

Según esa perspectiva toda acción humana y todo fenómeno social, incluidos los valores, las normas y cualquier otro discurso, no son más que expresiones de una voluntad y por tanto instrumentos de poder. Y, en consecuencia, todo acuerdo debe concebirse como el breve y precario intervalo entre dos conflictos.

Es cierto que tras la frustración setentista momentáneamente abrió la puerta de su visión teórica sobre este asunto, fundada en una mixtura entre el marxismo gramsciano y el nacionalpopulismo, a la cierta valoración de los principios del liberalismo político y de las instituciones en él inspiradas. Fue la época en que escribió su trabajo más renombrado, Hegemonía y estrategia socialista, en el que aceptó al menos implícitamente que dichas instituciones podían conformar una “casa común” y alterar los términos y la naturaleza misma de la vida política.

Pero también es cierto que, como ha dicho Alejandro Bonvecchi, nunca atravesó él mismo esa puerta: por ella muchos de sus lectores de los años ochenta se harían socialdemócratas y luego simplemente demócratas, en lo que sin duda fue su mayor aporte a las ideas de la izquierda; pero él siguió pensando en los duros términos del realismo sociológico, y dando por supuesto que la política es sólo activa y productiva cuando enfrenta a dos campos polares y desafía los marcos establecidos por el “poder sedimentado”.

De allí que en esos mismos años se abocara a incorporar en una clave bastante elemental y reduccionista las teorías de Carl Schmitt. Una clave que siguió exaltando el conflicto radical e ignorando tanto los problemas como las potencialidades de los órdenes constitucionales.

Verón, en su paso de la sociología a la semiología, pero incluso antes, cuando se dedicó más centralmente a analizar procesos políticos y en particular el fenómeno peronista, estuvo siempre atento a los fenómenos sociales que dan lugar a consensos, y a un tipo específico de dispositivos de consenso a los que frecuentemente denominó contratos: “contratos de representación” entre líderes y masas, “contratos de lectura” entre emisores y receptores, etc.

Eso no lo volvió en nada desatento a los conflictos, como prueba suficientemente su brillante trabajo, en coautoría con Silvia Sigal, sobre el “Perón o muerte” de los años setenta. Todo lo contrario: le permitió comprender mejor el espesor y sentido que adquieren los conflictos en la madeja de los órdenes institucionales en que se desarrollan, su lógica, su dinámica y sus posibilidades de reinscripción y transformación en ellos.

Por lo mismo, pudo a la vez someter a crítica los criterios de objetividad periodística que hasta los años ochenta se consideraron máxima indiscutible del oficio y norte del rol que la prensa naturalmente debía desempeñar en la vida democrática, sin que ello implicara caer en el reduccionismo opuesto, el de un determinismo ideológico y de los intereses por el que el discurso periodístico terminaría a la corta o a la larga absorbido en el discurso político, propio del militante.

En la semana que pasó, a raíz de la casi simultánea desaparición de ambos pensadores, se ha disparado un sordo debate entre nosotros respecto a las consecuencias queridas y no queridas de sus ideas, y sobre la responsabilidad que cabría atribuirles en ello. Para muchos, Laclau fue el cerebro de Cristina Kirchner y Verón el de Héctor Magnetto, así que habría que juzgarlos de acuerdo a lo que hicieron y hacen sus ocasionales empleadores y sus séquitos respectivos (que se supone, sólo se supone, habrían sido también sus más entusiastas y fieles lectores).

Es cierto que un intelectual, más todavía cuando se trata de un intelectual público, no debe desentenderse de los usos que se les dan a sus textos y argumentos. Pero entre “no desentenderse” y volverse “en cuerpo y alma responsables” hay una gran distancia: ¿alguien, por más amplia y aguda que sea su visión de la sociedad, podría acaso controlar las infinitas y variadísimas conexiones que es posible establecer entre decir o escribir algo y la recepción y uso de lo escrito o dicho?

Un auténtico homenaje a Verón debería empezar por poner en cuestión la mera posibilidad de lograrlo, a la luz de sus originales exploraciones sobre los misterios de la recepción, evitando caer en la exaltación de una mítica “voluntad constructora de sentido” que aquí y allá surge en cambio en muchos textos de Laclau, sobre todo en los últimos.

Tal vez sea ésta una ocasión oportuna para considerar la responsabilidad acotada, aunque estricta, que a los intelectuales les cabe respecto a cómo hacen su trabajo, su respeto al debate académico y público, la consideración que están obligados a darle a las ideas ajenas, el espíritu crítico que deben preservar sobre todo frente a sus propios intereses y preferencias. Al respecto, hay que destacar que Verón se esmeró en leer y discutir públicamente con Laclau, pero éste no le correspondió en igual medida. En intelectuales tan cercanos y a la vez tan distintos es natural que hubiera egos en pugna.

Ello no impidió a Verón dedicar su tiempo a polemizar con algunas tesis de su coetáneo, en particular la de la hegemonía y la celebración del populismo. Laclau alguna vez refirió elogiosamente a Perón o muerte pero parece haber ignorado mayormente lo que Verón escribió en las últimas tres décadas.

Fue víctima así de uno de los vicios más dañinos y más difundidos en nuestra comunidad académica e intelectual, la indiferencia ante lo diferente y el encierro dentro de círculos autocelebratorios. De este modo le hizo un flaco favor a su propia obra. Y por encima de las posiciones políticas que asumió y de los buenos o malos usos que se le dieran a sus ideas, es por eso que merece un cierto reproche.

Fuente: TN (Buenos Aires, Argentina)

Marcos Novaro
Marcos Novaro
Consejero Académico
Es licenciado en Sociología y doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Actualmente es director del Programa de Historia Política del Instituto de Investigaciones Gino Germani de la UBA, del Archivo de Historia Oral de la misma universidad y del Centro de Investigaciones Políticas. Es profesor titular de la materia “Teoría Política Contemporánea” en la Carrera de Ciencia política y columnista de actualidad en TN. Ha publicado numerosos artículos en revistas especializadas nacionales y extranjeras. Entre sus libros más recientes se encuentran “Historia de la Argentina 1955/2010” (Editorial Siglo XXI, 2010) y "Dinero y poder, la difícil relación entre empresarios y políticos en Argentina" (Editorial Edhasa, Buenos Aires, 2019).
 
 
 

 
 
 
Ultimos videos