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Instituto Václav Havel

06-02-2003

Vaclav Havel y nuestros candidatos

(La Nación) ¿Puede un intelectual y artista gobernar un país? Havel no sólo lo ha hecho (y bien), sino que además ha conservado un alto índice de aceptación y popularidad. Es cierto que su prestigio se forjó no sólo en su tarea de escritor sino también, y muy especialmente, en su lucha por la libertad y los derechos humanos. Havel jamás negó ser el que era: nunca se disfrazó de caudillo autoritario o gerente de negocios públicos.
Por Luis Gregorich

(La Nación) Al término de su gestión como presidente de la República Checa, el dramaturgo Vaclav Havel pasa a constituir una viva refutación de un prejuicio político de larga data, consolidado en tiempos de tecnocracia y globalización. ¿Puede un intelectual y artista gobernar un país? Havel no sólo lo ha hecho (y bien), sino que además ha conservado un alto índice de aceptación y popularidad, hasta el punto de tornar dificultosa su sucesión. Es cierto que su prestigio se forjó no sólo en su tarea de escritor sino también, y muy especialmente, en su lucha por la libertad y los derechos humanos, que en su momento le costó persecución y cárcel, pero Havel jamás negó ser el que era: nunca se disfrazó de caudillo autoritario o gerente de negocios públicos.

En América Latina, la vocación de liderazgo político mostrada por escritores e intelectuales ha tenido continuidad histórica, pero ha sido, en general, desafortunada y altamente riesgosa. José Martí, notable poeta y publicista cubano, murió en 1895 peleando por la libertad de su patria; la posteridad, por lo menos, le otorgó el bronce de prócer indiscutido. El filósofo y maestro mexicano José Vasconcelos, creador del moderno sistema educativo de su país, pretendió disputar en 1929 la presidencia al candidato oficial, apoyado por el jefe político y militar de turno (el general Plutarco Elías Calles), y terminó con sus actos proselitistas disueltos a tiros, viéndose obligado a escapar a los Estados Unidos. El reconocido novelista venezolano Rómulo Gallegos, autor de Canaima y Doña Bárbara , fue en 1948 el primer presidente de su patria elegido en forma democrática, pero a los pocos meses fue depuesto por un golpe militar. Otro notable escritor venezolano, Arturo Uslar Pietri, se presentó como candidato presidencial en las elecciones de 1963, pero sólo alcanzó a ocupar el cuarto lugar (el ganador fue Raúl Leoni), con el 16 por ciento de los votos. Por fin, el peruano Mario Vargas Llosa, una de las mayores figuras de la narrativa actual en lengua española, fue vencido en 1990 por Alberto Fujimori en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, y pronto felizmente recuperado por la literatura.

La excepción somos nosotros, los argentinos, aunque haya que remontarse al siglo XIX. Bartolomé Mitre y Domingo Faustino Sarmiento completaron sus respectivos períodos presidenciales. Cualquiera que sea la opinión política que merezcan sus gestiones, no puede menos que sentirse admiración por sus obras (y ambiciones) monumentales: el primero fue uno de los fundadores de la historiografía argentina, novelista y poeta, además de traductor de La divina comedia ; el otro, uno de los mayores escritores latinoamericanos de su tiempo, aparte de arquitecto de la escuela pública argentina.

¿Qué ocurre hoy, a pocos meses de las (supuestas) elecciones presidenciales, con los escritores e intelectuales argentinos? No hay respuestas únicas, pero lo menos que puede decirse es que el escepticismo y el aislamiento han ido reemplazando gradualmente la fuerte participación política que estalló hace dos décadas, ante la vuelta de la democracia. No se trata sólo de que no existan los Havel en el escenario argentino: se trata de que los dirigentes políticos ya no sabrían qué hacer con ellos, si existieran.

Tampoco los escritores e intelectuales pueden santificarse y revindicar su inocencia. El relativo fracaso de su ingreso a la vida pública a partir de 1983 -medido sobre todo en términos de influencia real- no justifica, por sí solo, un rápido abandono del campo de batalla. La lucha política y la vida interna de los partidos no son ámbitos virtuosos en que se promueven civilizados debates y se selecciona a los mejores, sino, como casi todas las actividades humanas, espacios de confrontación por el poder, disputas de lealtades cruzadas y astucias corporativas. La moderación y la diversidad de puntos de vista que los intelectuales podrían aportar a esta ronda de intereses en pugna se contradice con su propia impaciencia y espíritu de cuerpo, tan marcado como el de los políticos.

Por otra parte, el denominado progresismo intelectual (cómoda mayoría en el sector, cada vez menos compensado por una intelligentsia de signo conservador) a la vez que desarticulaba su participación política partidaria se atrincheró en un círculo concéntrico más chico: el de los reductos universitarios, el del aparato cultural no estatal y, por qué no, el de la construcción de un canon académico y literario cada vez más oprimente. El dominio territorial quedó asegurado, pero los puentes con el exterior -con los procesos políticos y sociales- se anegaron. La fugaz experiencia de las asambleas populares agregó desilusión y anomia.

Leer la realidad

Nuestros candidatos no son Havel ni Vargas Llosa ni Martí ni Sarmiento, ni es necesario que lo sean. Pero sería importante que fueran capaces, cada uno dentro de su horizonte ideológico, de recoger un poco de esta tradición, de lanzar una convocatoria a intelectuales y escritores que pudiera empezar a religarlos con la política activa y la vida pública. Aunque al principio se enfrenten con la ironía, el rechazo y el escarnio, la sinceridad del llamado quizá levante algunas barreras. La inteligencia y la política se necesitan mutuamente, y su divorcio es una de las causas de la decadencia argentina.

Y que esos mismos candidatos, ya que no son escritores o intelectuales, sean por lo menos buenos lectores. Que sepan leer la realidad del país y del mundo, y las demandas profundas de los argentinos. Y, por supuesto, que lean libros. Resultó enternecedora, en su momento, la expresión de un ex presidente y actual precandidato que manifestó su afición por las obras completas de Sócrates y las novelas de Borges. En ese deseo imposible reside un homenaje a la palabra escrita y a la cultura letrada que no debe ser desdeñado. Despidamos con honores a Vaclav Havel y esperemos tener pronto entre nosotros, en la Casa Rosada, a un buen lector.

Fuente: La Nación (Buenos Aires, Argentina)

Luis Gregorich
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